lunes, 13 de diciembre de 2010

Graciosa Ninfa

Fuiste tú ¡Oh graciosa Ninfa!
mi adorada musa en más de una ocasión.
Envolviste mi ser en tu velo celestial
Llenaste mi vida con tu resplandor solar
Preciosa deidad de oscuro corazón
la vida pasas sin propia reflexión
sola en el mundo estás
llena de hastío por tornasol vereda vas
La negrura de la noche te está cubriendo ya
Cansada de placeres y aventura estás
Pérdida en el vacío quieres el abismo remontar
Pero tu gloria de otros días se ha ido ya.
De mi anhelante mano corres al revés,
Sin pensar que lo que persiguiendo vas
Quizá, sólo quizá
Un día yo te lo pude dar.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

COMO LA NIEVE ANTE EL SOL

Al comienzo del invierno,
Y el frío amenaza con volverse eterno
Entre los árboles helados,
Sueles volver a aparecer
Tímida y silenciosa
Como una ninfa, una sirena
Te acercas, me miras
Reímos los dos
Entonces me engañas, Me abrazas
Me haces creer que todo esta bien
Que estás cerca, presente
Que late junto a mí tu corazón
Y de pronto, como en un sueño
Tu presencia se evapora
Se entierra, se olvida
Como la nieve ante el sol.

martes, 2 de noviembre de 2010

NO DEBES TENER MIEDO

- No debes tener miedo.
Sin embargo, cómo lograrlo cuando la noche transcurre de forma tan lenta, tan angustiosa. Mientras la oscuridad se adueña de todo tu cuarto y lo transforma en la más profunda de las cuevas. Escuchas cómo la madera en el techo cruje y no puedes sino imaginar que un ominoso ser reptante se aproxima, caminando sobre las paredes, hacia tu cama. Te atreves a sacar la cabeza de entre la montaña de cobijas que te cubre y miras el despertador, apenas son las tres.
- “Debes ser valiente, como tu hermano”.
Sí, míralo, roncando risueñamente, mientras tu estás allí, oculto y temeroso, pensando que en cualquier momento la niña del cuadro, la que está de espaldas, volteará sus ojos de Gorgona hacia ti y te convertirá en piedra.
- “Los monstruos y los fantasmas, no existen, están sólo en tu imaginación”.
¿Cómo creerlo, cuando de cada rincón de tu cuarto surgen figuras horrendas, con múltiples cabezas y miles de tentáculos?
- “Sólo era un actor con maquillaje, no una momia de verdad”.
Sí, pero, ¿como evitar pensar que en el momento en que saques la cabeza, su mano llena de pústulas no estará allí, lista para llevarte al mundo de los muertos?
- “No debes tener miedo”.- repites.
Vuelves a mirar el reloj, las cuatro, falta mucho para que el sol salga y sus rayos dorados disipen la densa oscuridad que ha tomado por asalto, tus juguetes, tus libros y tus historietas.
- “No despiertes a tu hermano, que mañana hay escuela”.
¿Pero cómo no hacerlo cuando tras la persiana cerrada se escuchan los atroces pasos de un demonio?
- Es un tlacuache, imbécil.- te gritan con voz furiosa.
Entonces te ocultas en la profundidad de aquel mundo de cobijas, te tapas los oídos buscando evitar que te alcancen las voces de los muertos. Te dan ganas de ir al baño, pero no te atreves a pararte. El enorme espejo que está frente al lavabo te aterra y temes que, aprovechando la oscuridad, algún duende emerja de su pulida superficie y te lleve, contra tu voluntad, a su mundo del revés.
- “No debes tener miedo”.
Pero sabes bien que, por más que te lo repitas, éste no te va a abandonar, que se convertirá en tu más fiel compañero, al menos hasta que amanezca y recobre el mundo su alegría. Entre tanto, no puedes hacer nada, sino ocultarte bajo las cobijas y esperar que los seres de la oscuridad no te encuentren, al menos por esa noche. FIN

Cuento escrito por mí en 2007.

jueves, 21 de octubre de 2010

Los Guardianes del Mayab

Bueno, pues este es el planteamiento general del proyecto de serie animada que estoy desarrollando para mi tesis de maestría. La idea fue concebida originalmente en 2005, aunque este trabajo data de 2008. Sin embargo, después de ver la película "Brijes", recientemente en cartelera, me di cuenta de las perturbadoras similitudes que existen entre ambos conceptos, si alguien ha visto la peícula o al menos la publicidad de la misma, me gustaría conocer su opinión al respecto.


PLANTEAMIENTO GENERAL

Los habitantes de las selvas del Mayab se visten de gala para recibir a Balam, Chik y Teek, quienes guiados por Kuk, el quetzal, han sido designados par proteger al mundo de la devastación causada por el ambicioso empresario Ángelo Megápulos, el cual no sólo ha puesto en peligro al mundo a causa de su desmedida hambre de riqueza, sino también por su oscura alianza con un ancestral demonio llamado Akbal, el cual, de escapar de la prisión en la que ha estado encerrado por siglos, traerá un incontenible círculo de destrucción.
Balam, el jaguar, ha sido dotado por el sol de una fuerza titánica, que aunada a sus agudos sentidos y afiladas garras le permitirán derrotar a cuantos adversarios se enfrente. Es el líder del grupo, es valiente y astuto, pero también demasiado impulsivo y orgulloso.
Chik, una coatí, ha recibido de la luna el don de dar fertilidad a la tierra, haciendo crecer, por donde quiera que pasa, todo tipo de plantas, las cuales le auxiliaran cuando lo necesite y le permitirán reverdecer las áreas destruidas por el hombre o por el fuego. Es sumamente inteligente y espiritual, y aunque aparenta ser un tanto ruda, en el fondo es tierna y cariñosa.
Teek, el manatí, ha recibido del mar el don de controlar las aguas y el poder de comunicarse con los seres que habitan en ella. Es muy bromista y alegre, aunque también algo torpe y holgazán.
Los Guardianes del Mayab lucharán por evitar que Megápulos y sus malvados secuaces, el cruel mercenario Donald Drake, y el misterioso Dr. Pesadilla, logren llevar a buen puerto sus oscuros planes. Así pues, ya sea enfrentando a villanos sin escrúpulos, salvando animales en peligro de extinción, o luchando contra demonios ancestrales, este trío de guerreros estará siempre en pie de lucha, mostrándonos también, a lo largo de sus aventuras, aspectos de la cultura maya y dándonos algunos consejos sobre como proteger nuestro planeta.

miércoles, 13 de octubre de 2010

BAJO LA CRUZ

Ellos lo llamaron Bartolomé de la Cruz, sin embargo, antes de que éstos llegaran de muy lejos, mucho más allá de donde la arena y las rocas se enfrentan día tras día y noche tras noche a la inmensa furia del mar, ya tenía un nombre, Nahui Ocelotl, Cuatro Ocelote.
Muchos años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos torvos y lengua serpentina, que trae consigo la lluvia, tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus preciosas lágrimas, que fulmina con el implacable rayo.
Durante muchos años ofició las fastuosas ceremonias en que los corazones de infortunados hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcallan, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el perfumado humo del copal y las fervientes plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de amarillenta sequedad.
Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las ceremonias que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables ancianos hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, cómo a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra más dura, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos.
Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe, no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre y su tez morena se ha vuelto gris como la ceniza, pues ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes largos y sencillos, de rostro cansado y semblante benevolente que tratan de convencerle, sin hasta el momento lograrlo, de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no existe, y de que si alguna vez éste vivió, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal y del pecado.
Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz, y como tal han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, sobre las altas y sombrías paredes de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor.
Su rostro está desfigurado, sus manos carcomidas por el fuego y sus pies ya no pueden sostenerlo más. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las gruesas paredes que lo asfixian, los campos se cubren de podridos cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes majestuosos y verdes como el jade, muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, como manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen tristes esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una blanca gota de leche que darle a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos y quebrados.
Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado.
*****
La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos por la ausencia de lluvia, muchos de ellos muy queridos para él.
En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, Cuatro Ocelote decide acercarse a la enorme cruz que está colocada sobre su cabeza, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera inerte puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar?
Sin embargo, un momento después, su mente se llena de luz y, envuelto por la pasión, Cuatro Ocelote se arrodilla ante la cruz.
La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre de opacas y largas ropas, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión.
Esa misma tarde Bartolomé es liberado de su lúgubre prisión, camina lentamente, con mucha dificultad, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus lacerados pies. Una nueva vida parece inundar sus venas al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella horrenda mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se inunda de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad, una vez más.
*****
A la mañana siguiente, muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su venerado dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera que, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su oscuro calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa con sus ojos viejos y gastados, son pocos, y más que hombres, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos con impaciencia anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su cerrazón a escuchar las palabras de aquellos mucho más sabios que él. Que ahora que había decidido abrir su corazón a la verdadera fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados.
*****
Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de oscuras nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños saltan y bailan felices bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus desdentadas bocas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas.
Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales.
- Por fin han aprendido éstos salvajes brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia.- dice el cruel guerrero de la armadura centellante.
- No debeís culparlos, -afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas que brotan de sus ojos con la desteñida manga de su sotana- a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de seguir el camino de la luz.
Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que, tras la delgada capa de cuero que lo recubre, contiene una singular estatuilla de piedra, de colmillos torvos y lengua serpentina y que, más allá, bajo las colosales montañas que circundan los campos y el lago salado, en desconocidas y profundas cuevas, se han hecho ya, los requeridos sacrificios ancestrales. FIN

lunes, 4 de octubre de 2010

La Última Noche

Antes esto no era así, Miguelito, vivíamos en ciudades llenas de torres altísimas y casas inmensas. Era peor que vivir en un hormiguero, seguro que sí, pero al menos estábamos seguros. Yo no se tú, Miguelito, pero yo no me siento a salvo aquí, esta piel no cubre mis pies del frío y cada noche siento más cerca su aliento. Ahora sí ya viene por nosotros, Miguelito, esta vez no la vamos a librar.
No me mires así, quién sabe, igual y a tí no te haga nada, te pareces a él, tiene tus mismos ojos y tu misma cara, aunque él es mucho más grande y no es bueno como tú.
- ¿Quieres que te cuente como paso todo, verdad Miguelito?
- …..
- Ya sé, ya te lo he contado muchas veces, pero si te lo cuento de nuevo, la noche no se nos hará tan larga.
Fue hace mucho, Miguelito, en tiempos de los abuelos. Ellos dividían sus días en horas, minutos y segundos, no como yo, que sólo me guío por la luz del sol y el fulgor de las estrellas. Ellos tenían cosas, vehículos creo que los llamaban, que los podían transportar rapidísimo de un lugar a otro, podían volar e incluso llegar hasta la luna. Pero no eran felices, Miguelito, se odiaban los unos a los otros y entonces vino la gran guerra. Por supuesto que no era la primera, había habido muchas otras antes, pero ninguna como esa.
Las ciudades, esas grandes y hermosas ciudades de las que te he hablado tanto, fueron destruidas, una por una, Miguelito, y no quedó nada de ellas, ni siquiera un solo edificio que nos permitiera recordar tiempos mejores.
- ¿Qué fue eso? ¿Es él, verdad?
- …..
- Sólo es el viento, parece.
Pues como te iba diciendo, Miguelito, una vez que la gran guerra terminó, sólo quedaba vivo uno de cada cinco hombres de los que antes había, fue entonces que se formó un Consejo de Eminencias. Ellos determinaron que era tiempo de que las naciones y los estados dejaran de existir y que desde ese día viviéramos en pequeñas aldeas de no más de mil habitantes, muy separadas unas de otras, para evitar que nuevas guerras pusieran en riesgo a nuestro planeta y a nuestra especie.
Por un tiempo todo funcionó muy bien, Miguelito, todos trabajaban igual y disfrutaban de las mismas cosas, pero un día todo cambió. Alguien se puso a comparar el trabajo que hacía con el de su vecino y le pareció que éste se esforzaba menos y que eso no era justo. Comenzó a haber inconformes, no sólo en esa aldea, sino en muchas, quizás en todas las del mundo. Volvieron las guerras, Miguelito, y pronto ya casi no quedaba gente.
Para evitar nuevas confrontaciones, el Consejo decidió que los sobrevivientes vivieran en clanes, muy alejados unos de otros, y que el más anciano de cada clan fuera quien los dirigiera a todos. Y por un tiempo funcionó, Miguelito, todos aceptaron el liderazgo del más viejo, porque era quien tenía mayor experiencia y conocía mejor las trampas y los peligros que podían asecharlos. Pero la tranquilidad, Miguelito, no podía durar demasiado, y alguien, un joven impetuoso, seguramente, pensó: “¿Por qué un anciano decrépito va a mandarme a mí, que soy cinco veces más ágil y fuerte que él?”
Y así ocurrió, Miguelito, los miembros de los clanes comenzaron a pelearse unos con otros y entonces, al cabo de unos cuantos años, no quedábamos más que un puñado de hombres y mujeres, que, sin que mediara ningún Consejo, pues éste, hacía ya muchos años que no existía, decidimos vivir en la más completa soledad, saliendo al encuentro con los otros sólo en la primavera, cuando ésta cubre los campos con flores y aromas que nos lanzan al amor.
Cuando yo era joven, estos contactos sucedían todos los años y los niños nacían en suficiente número para asegurar la continuidad de nuestra especie, Miguelito, pero poco a poco nos empezamos a ver menos, pues en los escasos momentos en que hombres y mujeres nos encontrábamos, también nos empezábamos a pelear, “que si yo la quiero a ella, que si ella quiere a otro”, el caso es que siempre terminábamos enemistados.
- …..
- Ojalá pudiera entenderte, Miguelito, pero no puedo, tu voz me resulta demasiado extraña. Quizás algún día yo llegue a comprender tu idioma y entonces nos pasaremos las noches conversando, y no te aburriré con mis historias viejas.
- …..
- Hace mucho tiempo que no veo a otro como yo, Miguelito, tanto, que a veces pienso que soy el último hombre sobre la faz de la tierra.
- …..
- ¿Qué pasa Miguelito, por qué te pones así?
- …..
- Es él, ¿verdad?
- …..
- Sí, allí está, puedo ver sus horribles ojos brillando en la oscuridad.
- …..
- Se está acercando, pronto pondrá sus afilados colmillos sobre mi cuerpo y mañana seré el postre de las aves que gustan de comer carne podrida.
- …..
- Corre, Miguelito, no dejes que te atrape, yo tomaré un tronco o una piedra y trataré de defenderme, pero, por lo que más quieras, vete de aquí. No quiero que te pase nada.
FIN

viernes, 24 de septiembre de 2010

SOMBRAS Y CENIZAS

Has sido mi hermana
Mi amiga, mi salvación
El más bello recuerdo,
De eso que se dice amor.
Te diría que ahora, sólo busco
Tu apoyo, tu consejo
Que no hay sombra, ni ceniza
De lo que un día pudo ser
Pero, en las tardes lluviosas,
Al momento que muere el sol
Mi cuerpo extraña tus muslos
Tus brazos, tus senos, tu olor.
Quizás sólo sea el lívido recuerdo
De una fantasía perdida
Olvidada y carcomida por el tiempo
Que no perdona ni concede
Tal vez es sólo eso, y así,
Me complazco, me conformo,
Aunque a veces mi cuerpo se rebele,
Con sentir junto a mí tu corazón.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Un Sueño

Ayer, nuevamente pude verte,
después de larga ausencia
!Claro! en sueños solamente
¿Cómo podría ser de otra manera?
Al estrechar mi cuerpo contra el tuyo,
en hermoso y tierno abrazo,
mi rostro de piedra se quebraba
en miles de pedazos
La alegría se adueñaba de mi ser
al tenerte entre mis brazos
y ver otra vez tus ojos almendrados
Mas todo era una fantasía, un sueño,
solo mi más caro deseo
tristemente, tan sólo era eso.

jueves, 9 de septiembre de 2010

ESPEJO

Ante tu superficie me miro
Y no alcanzo a descubrir
Que es lo que hay detrás
Más allá de tu cristal

¿Un mundo de tinieblas?
¿Un mundo de luz?

Pues he visto ocultarse
Casi siempre en el atardecer
Vagas sombras que desaparecen
Al momento de acercarme

Así que no me engañas
En tu vientre hay algo más
Que el pálido reflejo
De un mundo siempre igual

martes, 7 de septiembre de 2010

GRITOS DE MUERTE Y LIBERTAD, O LA VENGANZA DE LA ULTRADERECHA

La serie producida por Televisa para celebrar el Bicentenario de la Independencia parece destinada a todo menos eso. No se trata de no ser críticos, de no atacar los mitos de la historia oficial. Pero una cosa es mostrar los errores y defectos de los héroes (lo cual es natural, eran seres humanos) y otra empequeñecerlos y denostarlos.
¿Si eran solo una pandilla de maleantes y saqueadores? ¿Para qué celebrar con tanta pompa el Bicentenario? ¿Para qué derrochar los recursos del Estado en conmemorar algo que no vale la pena?
Se adivina aquí la intención del gobierno y los poderes fácticos de quitarle al pueblo su identidad y disuadirlo de cualquier intento de cambio. La inconformidad contra un gobierno de por y para empresarios crece día con día, de manera simultánea a la brecha de desigualdad entre ricos y pobres. Los beneficiados unos pocos, los perjudicados muchos y es natural que los gobernantes y potentados de hoy no se identifiquen con los ideales y las metas de insurgentes y revolucionarios, sino con los objetivos y miedos de realistas y porfiristas.
Además de mostrar muchas inexactitudes históricas, principalmente en lo referente a la toma de la Alhóndiga de Granaditas, que es mostrada como una masacre y no como una batalla -en ella, murieron 400 realistas, por 3000 insurgentes- , “Gritos de Muerte y Libertad” no tiene la calidad de otras producciones históricas de esa misma empresa tales como “El Vuelo del Águila”, esa sí, una realización en verdad sobresaliente.
La celebración del Bicentenario en manos del PAN y Televisa, ¿cómo dejar la Iglesia en manos de Lutero?

viernes, 3 de septiembre de 2010

Disfraz

Hace muchos años,
Incluso quizá lo has olvidado
Tu llegaste a mí
Disfrazada como un ángel
Llegado de improviso al mundo
Perdido, sin saber donde llegar
Me envolvió tu dulzura,
Tu belleza, tu carisma
Tu ternura a flor de piel
A tu lado,
Bajo tu mirada
Me sentí en el paraíso
Entonces, sin aviso
Como un rayo me quebraste
Destrozando mi alma, mi corazón
Me arrojaste a los infiernos,
Donde, perdido y desolado,
He vagado mucho tiempo.

miércoles, 1 de septiembre de 2010

La Cura

Cuento escrito por mí en febrero del 2009

Aún no tenemos la cura, nos dicen. Tendremos entonces que esperar, quizá una semana, quizá un año o quizá otros tantos siglos, eso nadie lo sabe. Todo empezó, lo recuerdo bien, cuando aquellos antropólogos, ¿o eran arqueólogos?, fueron en busca de las ruinas de una antiquísima ciudad, oculta entre las nevadas cimas de los Montes Himalaya y regresaron con una pequeña piedra, diciendo que aquel que la tocara, no moriría jamás.
Por supuesto que al principio nadie les creyó, pero cuando uno de aquellos exploradores se arrojó desde el más alto rascacielos del planeta y quedó sin daño, la efervescencia por aquella mágica gema que garantizaba la inmortalidad, se desató.
Yo tuve el placer de verla y tocarla hace muchos años, y por supuesto que no he podido olvidarla. Era azulosa, pequeña, poco más grande que una pelota de tenis, pero tan brillante como el sol, y la gente se arremolinaba por millones para palparla y saber que el voraz espectro de la muerte no los atormentaría nunca más.
Entonces, una inusual euforia se apoderó de nuestras mentes y corazones y, sabiendo que el tiempo había dejado de existir, nos propusimos los proyectos más grandiosos e inverosímiles que la mente humana se haya atrevido a crear alguna vez.
Construimos magníficas ciudades sobre el cielo y bajo el mar, creamos nuevos continentes y hundimos los que ya existían, con nuestras acciones provocamos la desaparición de miles de especies de animales y plantas, pero con nuestra tecnología creamos otras tantas nuevas. Llegamos a los rincones más ignotos del espacio y entablamos relación con los seres más maravillosos y los más absurdos que existen en nuestro universo, ellos nos mostraron sus conocimientos sobre el cosmos y nosotros los adoctrinamos en el amor, las artes y la guerra.
Así pues, sin temor a que cualquier instante pudiera ser el último, nos propusimos las tareas más arduas y difíciles, con la seguridad de que algún día, aunque fuese muy lejano, las veríamos terminadas, nos sentíamos dioses. Sin embargo, pasado el tiempo, ¿cuánto?, a ciencia cierta no lo sé, pues como ya lo dije, ya no existían para nosotros las manecillas del reloj, aquella euforia se desvaneció y un desánimo general cundió entre todos nosotros. Sentíamos, pues, que ya no quedaba nada por hacer, las cosas dejaron de importarnos, nos volvimos tristes y sombríos.
Así, aún aquellos que se habían jurado amor eterno, terminaron repudiándose y aquellos que se habían odiado por centurias se habían reconciliado, pues tarde que temprano tuvimos que reconocer, que la eternidad es más grande que el amor y que el odio.
Nos hallábamos hundidos en la más negra melancolía, cuando varios de nosotros llegamos a la conclusión de que sí había existido un objeto capaz de otorgarnos la inmortalidad, también debía haber otro que fuera capaz de quitárnosla. Entonces tuvimos un nuevo propósito, y nuestra vida una vez más se llenó de luz.
Fatigamos todas las bibliotecas a lo largo y ancho del mundo en busca de algún arcaico pergamino que nos diera razón de aquel objeto, regresamos a las ruinas escondidas, que para ese instante ya se hallaban bajo el mar, en busca de una piedra roja, negra o blanca que fuera la antítesis de la que antes habíamos encontrado, nuestros científicos más brillantes se pusieron a experimentar con miles y miles de novedosas fórmulas y, sin embargo, nada, aún no hemos conseguido recuperar nuestro anhelado temor por la muerte, aún seguimos envueltos en éste indeseable velo de inmortalidad que cubre nuestros cuerpos.
Mas acabo de tener una idea, una que no imagino como antes no pudo ocurrírsele a alguien más: quizá destruyendo la piedrecilla azul que originó nuestra desdicha, todo termine. No lo sé, pero voy a averiguarlo. En este mismo instante me dirijo hacia allá, martillo en mano.

lunes, 30 de agosto de 2010

SEÑOR DE LAS DESDICHAS

Señor de las desdichas,
que sobre los caminantes lanzas,
cuando te encuentran en las encrucijadas,
terribles amenazas.
No te tengo miedo,
mi alma no se llena de pavor,
pues los ojos que te miran,
anhelan tu caro favor.
Quítame la vida,
arroja a las tinieblas mis despojos,
que los perros roan mis huesos,
extrae de mi pecho el corazón.
Pues del mundo he de olvidarmeno
saber nada de luz ni oscuridad
prefiero podrirme en río de sangre
que existir un momento más.

La Mariposa

Cuento escrito por mí en 2009

En una pequeña y tranquila villa ubicada no lejos de Corinto, entre inmensos campos de dorado trigo y arroyos de aguas tan diáfanas como el cristal, vivía una joven doncella de nombre Damia, quien por su belleza extraordinaria era comparada por aquellos afortunados que tenían la dicha de verla con la mismísima Afrodita.
Sus largos y ensortijados cabellos eran del color del fuego más vivo, sus grandes ojos más azules que el Egeo, sus candentes labios del más puro rubí y sus formas, tan elegantes y voluptuosas cómo las de las cariátides que adornan el Templo de Herecteión.
Muchachos de los rincones más apartados de la Hélade viajaban hasta aquella villa con la esperanza de ganarse el corazón de la hermosísima doncella. Sin embargo, ninguno, por más afán que ponía en su empeño, lograba adueñarse de él. No importaba que aquellos galantes jóvenes fueran valientes como Aquiles, apuestos como Paris o ricos como Creso. Damia, quien no era una oceánide, ni una ninfa, simplemente la hija menor de un par de humildes campesinos que no poseían más que una modesta casa y unas pequeñas tierras de labor, invariablemente los despreciaba.
Una tarde, mientras Damia regresaba a casa después de haberse ido a bañar al río, se encontró con Tideo, hijo del poderoso Lacón, quien, prendado de su belleza, se enamoró perdidamente. Si bien en un principio Damia estaba halagada con aquella situación, pues era inusual que un hombre de tan refinada estirpe posara sus ojos en una humilde campesina como ella, poco a poco su interés fue decayendo. Y es que, aunque a la bella doncella le fascinaban las finas telas, las suntuosas joyas y los demás presentes que Tideo le obsequiaba con frecuencia, no tenía ningún interés en él, pues aunque aquel joven era el sueño de las otras muchachas de la villa, a Damia le parecía terriblemente insulso y aburrido. Por ello, cuando la doncella se entero de que Tideo había pedido su mano, y no sólo eso, sino que Ctesipo, su padre, se la había concedido sin poner ninguna objeción, se negó rotundamente a aceptar su inminente matrimonio. Ctesipo, a su vez, le respondió a su hija que no tenía más que dos caminos, aceptar la proposición del joven o volverse sacerdotisa, pues ya no tenía cabida en aquel hogar.
Bañada en lágrimas, Damia huyó a su aposento y por dos días no salió de él, ni siquiera para comer. Finalizado ese tiempo, anunció su irrevocable decisión de abandonar la villa e irse a Corinto, para servir en el templo de Afrodita.
*****
Una mañana, mientras Damia limpiaba la efigie de aquella que ama las sonrisas, labrada en purísimo mármol blanco, quedó flechada, no por un corazón masculino, sino por una hermosa diadema de oro y esmeraldas que una fiel devota depositó sobre la cabeza de la deidad. El cuerpo de la hermosa doncella ardió con el deseo de que aquella alhaja le perteneciera y, sin meditar las consecuencias, la quiso para sí.
Algunas lunas después, tras una gran fiesta en honor a la diosa de la belleza y el amor, en que todas las otras sacerdotisas dormían plácidamente, Damia, que hasta aquel momento había fingido pernoctar también, se deslizó hacia el altar y, con un rápido movimiento, retiró la diadema de la fría cabeza de la estatua. Tras mirar embelesada la magnífica joya unos momentos, la joven la escondió en un pequeño saco rojo y sigilosamente se dirigió a su habitación. Al llegar allí, Damia ocultó la alhaja en un cofrecillo de plata en el cual guardaba sus más íntimas posesiones y una vez que se sintió a salvo, recobró la respiración que el temor a ser descubierta en tan sacrílego acto le había cortado.
A la mañana siguiente, una profunda indignación recorrió la ciudad entera al saber que el templo de Afrodita había sido profanado. Se dictó la pena de muerte para aquel que fuese encontrado en posesión de la sagrada ofrenda y una gran cantidad de hombres y mujeres se dispersaron por la ciudad con la idea de encontrar y castigar al inescrupuloso ladrón.
Las demás sacerdotisas estaban consternadas, Damia, por su parte, fingió estarlo también, y debe decirse, lo hizo muy bien, tanto que a ninguna de sus compañeras siquiera se le ocurrió la posibilidad de que ella fuese la culpable de aquel acto tan atroz. Sin embargo, cada noche, mientras la hermosa doncella estaba sola en su aposento, habiendo cerrado antes, con sumo cuidado las ventanas y trancado la puerta, Damia abría el cofre en que la joya se encontraba y, tras admirarla con fascinación unos instantes, la ponía delicadamente sobre su larga y ondulada cabellera roja y su frente de marfil. Entonces, dirigía las chispeantes llamas de un trípode hacia el espejo y, envanecida, se miraba en la límpida superficie de éste. Así permanecía Damia largo tiempo, contemplándose arrobada, hasta que finalmente renacía en ella el temor a ser descubierta, y con sumo cuidado, regresaba la joya a su escondite. Pasaron iguales varios días, hasta que, una noche, mientras Damia se miraba en la luna del espejo, sintió que suavemente tocaban a su puerta. Llena de terror, la hermosa doncella guardó apresuradamente la diadema en el saquito rojo y, sin tener tiempo de ocultarlo en el cofre, al escuchar que aquella mano secreta seguía tocando con insistencia, abrió la puerta. Entró enseguida una anciana de cabellos grises y manos marchitas, a quien Damia había visto muchas veces en la villa donde nació, era hilandera, y decía llamarse Urania.
La vieja, sin separar su mirada nebulosa del sitio en el que yacía oculta la diadema, le preguntó a Damia, si no había visto por azar algo poco usual cuando la joya desapareció.
- Nada extraño ví aquella funesta noche. Yo, al igual que mis compañeras, estaba profundamente dormida cuando todo sucedió.- Respondió Damia a la misteriosa anciana, haciendo todo cuanto le era posible para ocultar la visible agitación que se había apoderado de su cuerpo.
La vieja, que seguía con los ojos fijos en el bolso escarlata, permaneció silenciosa unos instantes, al cabo de los cuales se retiró, no sin antes decir en una voz muy baja, casi susurrante: “La diosa maldecirá a quien halla robado su corona”. En ese instante, Damia sintió cómo un agudo escalofrío recorría su espalda y, más tarde, mientras dormía, su sueño, por lo regular tranquilo, fue acosado por horrendas pesadillas.
*****
Durante varios días, Damia no osó sacar la diadema del cofre y en más de una ocasión meditó seriamente sobre la posibilidad de devolvérsela a la diosa. Sin embargo, poco a poco su miedo se fue desvaneciendo, y pronto, volvió a sacar la joya de su escondite y a lucirla con orgullo en compañía del espejo.
Una tarde, Damia encontró ante su puerta un pequeño frasco de vidrio que contenía una sustancia de tonalidad verdosa. Al destapar el recipiente, la joven quedó a tal grado fascinada por el delicioso aroma que surgía de aquel líquido oliváceo que ni siquiera se le ocurrió preguntarse quién le podría haber hecho semejante obsequio.
La mañana siguiente, una vez que se hubo bañado, la hermosa doncella frotó sobre su cuerpo aquella fragancia irresistible y, ufanándose de sus encantos, se dispuso a iniciar un nuevo día al servicio de la diosa de la belleza y el amor, habiendo olvidado ya las terribles amenazas de la vieja Urania.
Sin embargo, a partir de ese fatídico día la salud de Damia comenzó a menguar, su tez, antes delicada y tersa, se volvió reseca y opaca, sus grandes ojos zarcos pronto perdieron su incomparable brillo, su largo y frondoso cabello en pocos días se hizo débil y quebradizo. Esta repentina pérdida de su belleza, hundió a Damia en un profundo desánimo que mucho preocupó a sus compañeras, no obstante, esto no fue lo peor, pues al paso de los días el mal siguió agravándose. Pronto, una severa rigidez se adueñó de sus coyunturas y músculos y llegó el día en que la doncella ni siquiera pudo incorporarse de su lecho. Sumida en tal estado de postración, no le quedó a Damia otra esperanza que esperar a los Keres de la muerte.
Diríase que la joven se estaba convirtiendo en estatua, pues, completamente paralizada, ya ni siquiera podía mover los labios y su piel se volvió tan seca y dura como si toda ella fuese una costra. Finalmente, los ojos de Damia cesaron de mirar y, en medio de una gran tristeza, las otras sacerdotisas iniciaron la preparación de sus funerales.
El marchito cuerpo de Damia, fue lavado, perfumado y cubierto por un blanco sudario que sólo dejaba visible el rostro, ante cuya visión, todos los que lo contemplaban quedaban invariablemente horrorizados. Se intentó colocar bajo su lengua la moneda con que debía pagar a Caronte sus servicios, pero la rigidez de su boca era tan severa, que aquellos que lo intentaron tuvieron que desistir.
Se entonaron los cantos fúnebres de rigor, y se dictaminó que a la mañana siguiente su cuerpo fuera quemado en una gran pira funeraria montada en las afueras de la ciudad.
Al aparecer en el firmamento la rosada Eos, el cadáver fue trasladado, no sin temor e inquietud, a su lugar de incineración. Ya para ese momento, el rostro de Damia se había desfigurado totalmente y su piel tenía la consistencia del papiro. En el instante en que las antorchas se aprestaban a incendiar el montículo de madera sobre el cual descansaba la infortunada sacerdotisa, un prodigio sucedió, llenando de admiración a los incrédulos presentes.
Súbitamente, el marchito cuerpo de Damia se llenó de grietas y acto seguido se quebró. Primero, un dedo, luego un brazo, después una pierna y así sucesivamente, hasta deshacerse en miles de pedazos que finalmente se hicieron polvo. Del sudario vacío brotó, como si de un exótico capullo se tratase, una enorme y bella mariposa que, agitando con fuerza unas alas tan rojas como el fuego más vivo, voló sin descanso hasta perderse en el infinito azul del cielo.
FIN

jueves, 26 de agosto de 2010

La Reina Sílfide

La Reina Sílfide ha caído,
desde lo más alto del firmamento,
hasta lo más profundo del infierno.
Ella quiere levantar el vuelo,
desea volver al bello cielo,
pero sus alas están rotas,
el fuego las ha engullido por completo.
Y aunque mi mano azul hacia ella tiendo,
no la busca ni la quiere.
Y aunque mi deseo es volver con ella al paraíso,
no me busca ni me quiere.
Hasta pronto Reina Sílfide,
algún día regresaré,
para llevarte al vasto cielo.
Entre tanto,
suspiraré en la noche oscura,
mirando las estrellas,
por tus ojos, tus labios
y tus cabellos dorados.

Pequeña Musa

Pequeña musa, dueña de mi inspiración…
Te volviste mi luz, mi todo, mi sol…
En tus ojos, lejanos universos entreví…
En tu fragilidad y tu sonrisa me perdí…
Mas, no sabía que tras tu etérea forma…
Albergabas un oscuro corazón…
Helado como el invierno…
Seco como un desierto…
Impasible como el mar…
Qué sólo querías mi sangre, mi vitalidad…
Para saciar con ellas tu ego y tu vanidad.