jueves, 21 de octubre de 2010

Los Guardianes del Mayab

Bueno, pues este es el planteamiento general del proyecto de serie animada que estoy desarrollando para mi tesis de maestría. La idea fue concebida originalmente en 2005, aunque este trabajo data de 2008. Sin embargo, después de ver la película "Brijes", recientemente en cartelera, me di cuenta de las perturbadoras similitudes que existen entre ambos conceptos, si alguien ha visto la peícula o al menos la publicidad de la misma, me gustaría conocer su opinión al respecto.


PLANTEAMIENTO GENERAL

Los habitantes de las selvas del Mayab se visten de gala para recibir a Balam, Chik y Teek, quienes guiados por Kuk, el quetzal, han sido designados par proteger al mundo de la devastación causada por el ambicioso empresario Ángelo Megápulos, el cual no sólo ha puesto en peligro al mundo a causa de su desmedida hambre de riqueza, sino también por su oscura alianza con un ancestral demonio llamado Akbal, el cual, de escapar de la prisión en la que ha estado encerrado por siglos, traerá un incontenible círculo de destrucción.
Balam, el jaguar, ha sido dotado por el sol de una fuerza titánica, que aunada a sus agudos sentidos y afiladas garras le permitirán derrotar a cuantos adversarios se enfrente. Es el líder del grupo, es valiente y astuto, pero también demasiado impulsivo y orgulloso.
Chik, una coatí, ha recibido de la luna el don de dar fertilidad a la tierra, haciendo crecer, por donde quiera que pasa, todo tipo de plantas, las cuales le auxiliaran cuando lo necesite y le permitirán reverdecer las áreas destruidas por el hombre o por el fuego. Es sumamente inteligente y espiritual, y aunque aparenta ser un tanto ruda, en el fondo es tierna y cariñosa.
Teek, el manatí, ha recibido del mar el don de controlar las aguas y el poder de comunicarse con los seres que habitan en ella. Es muy bromista y alegre, aunque también algo torpe y holgazán.
Los Guardianes del Mayab lucharán por evitar que Megápulos y sus malvados secuaces, el cruel mercenario Donald Drake, y el misterioso Dr. Pesadilla, logren llevar a buen puerto sus oscuros planes. Así pues, ya sea enfrentando a villanos sin escrúpulos, salvando animales en peligro de extinción, o luchando contra demonios ancestrales, este trío de guerreros estará siempre en pie de lucha, mostrándonos también, a lo largo de sus aventuras, aspectos de la cultura maya y dándonos algunos consejos sobre como proteger nuestro planeta.

miércoles, 13 de octubre de 2010

BAJO LA CRUZ

Ellos lo llamaron Bartolomé de la Cruz, sin embargo, antes de que éstos llegaran de muy lejos, mucho más allá de donde la arena y las rocas se enfrentan día tras día y noche tras noche a la inmensa furia del mar, ya tenía un nombre, Nahui Ocelotl, Cuatro Ocelote.
Muchos años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos torvos y lengua serpentina, que trae consigo la lluvia, tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus preciosas lágrimas, que fulmina con el implacable rayo.
Durante muchos años ofició las fastuosas ceremonias en que los corazones de infortunados hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcallan, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el perfumado humo del copal y las fervientes plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de amarillenta sequedad.
Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las ceremonias que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables ancianos hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, cómo a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra más dura, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos.
Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe, no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre y su tez morena se ha vuelto gris como la ceniza, pues ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes largos y sencillos, de rostro cansado y semblante benevolente que tratan de convencerle, sin hasta el momento lograrlo, de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no existe, y de que si alguna vez éste vivió, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal y del pecado.
Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz, y como tal han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, sobre las altas y sombrías paredes de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor.
Su rostro está desfigurado, sus manos carcomidas por el fuego y sus pies ya no pueden sostenerlo más. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las gruesas paredes que lo asfixian, los campos se cubren de podridos cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes majestuosos y verdes como el jade, muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, como manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen tristes esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una blanca gota de leche que darle a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos y quebrados.
Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado.
*****
La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos por la ausencia de lluvia, muchos de ellos muy queridos para él.
En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, Cuatro Ocelote decide acercarse a la enorme cruz que está colocada sobre su cabeza, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera inerte puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar?
Sin embargo, un momento después, su mente se llena de luz y, envuelto por la pasión, Cuatro Ocelote se arrodilla ante la cruz.
La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre de opacas y largas ropas, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión.
Esa misma tarde Bartolomé es liberado de su lúgubre prisión, camina lentamente, con mucha dificultad, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus lacerados pies. Una nueva vida parece inundar sus venas al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella horrenda mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se inunda de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad, una vez más.
*****
A la mañana siguiente, muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su venerado dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera que, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su oscuro calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa con sus ojos viejos y gastados, son pocos, y más que hombres, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos con impaciencia anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su cerrazón a escuchar las palabras de aquellos mucho más sabios que él. Que ahora que había decidido abrir su corazón a la verdadera fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados.
*****
Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de oscuras nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños saltan y bailan felices bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus desdentadas bocas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas.
Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales.
- Por fin han aprendido éstos salvajes brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia.- dice el cruel guerrero de la armadura centellante.
- No debeís culparlos, -afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas que brotan de sus ojos con la desteñida manga de su sotana- a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de seguir el camino de la luz.
Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que, tras la delgada capa de cuero que lo recubre, contiene una singular estatuilla de piedra, de colmillos torvos y lengua serpentina y que, más allá, bajo las colosales montañas que circundan los campos y el lago salado, en desconocidas y profundas cuevas, se han hecho ya, los requeridos sacrificios ancestrales. FIN

lunes, 4 de octubre de 2010

La Última Noche

Antes esto no era así, Miguelito, vivíamos en ciudades llenas de torres altísimas y casas inmensas. Era peor que vivir en un hormiguero, seguro que sí, pero al menos estábamos seguros. Yo no se tú, Miguelito, pero yo no me siento a salvo aquí, esta piel no cubre mis pies del frío y cada noche siento más cerca su aliento. Ahora sí ya viene por nosotros, Miguelito, esta vez no la vamos a librar.
No me mires así, quién sabe, igual y a tí no te haga nada, te pareces a él, tiene tus mismos ojos y tu misma cara, aunque él es mucho más grande y no es bueno como tú.
- ¿Quieres que te cuente como paso todo, verdad Miguelito?
- …..
- Ya sé, ya te lo he contado muchas veces, pero si te lo cuento de nuevo, la noche no se nos hará tan larga.
Fue hace mucho, Miguelito, en tiempos de los abuelos. Ellos dividían sus días en horas, minutos y segundos, no como yo, que sólo me guío por la luz del sol y el fulgor de las estrellas. Ellos tenían cosas, vehículos creo que los llamaban, que los podían transportar rapidísimo de un lugar a otro, podían volar e incluso llegar hasta la luna. Pero no eran felices, Miguelito, se odiaban los unos a los otros y entonces vino la gran guerra. Por supuesto que no era la primera, había habido muchas otras antes, pero ninguna como esa.
Las ciudades, esas grandes y hermosas ciudades de las que te he hablado tanto, fueron destruidas, una por una, Miguelito, y no quedó nada de ellas, ni siquiera un solo edificio que nos permitiera recordar tiempos mejores.
- ¿Qué fue eso? ¿Es él, verdad?
- …..
- Sólo es el viento, parece.
Pues como te iba diciendo, Miguelito, una vez que la gran guerra terminó, sólo quedaba vivo uno de cada cinco hombres de los que antes había, fue entonces que se formó un Consejo de Eminencias. Ellos determinaron que era tiempo de que las naciones y los estados dejaran de existir y que desde ese día viviéramos en pequeñas aldeas de no más de mil habitantes, muy separadas unas de otras, para evitar que nuevas guerras pusieran en riesgo a nuestro planeta y a nuestra especie.
Por un tiempo todo funcionó muy bien, Miguelito, todos trabajaban igual y disfrutaban de las mismas cosas, pero un día todo cambió. Alguien se puso a comparar el trabajo que hacía con el de su vecino y le pareció que éste se esforzaba menos y que eso no era justo. Comenzó a haber inconformes, no sólo en esa aldea, sino en muchas, quizás en todas las del mundo. Volvieron las guerras, Miguelito, y pronto ya casi no quedaba gente.
Para evitar nuevas confrontaciones, el Consejo decidió que los sobrevivientes vivieran en clanes, muy alejados unos de otros, y que el más anciano de cada clan fuera quien los dirigiera a todos. Y por un tiempo funcionó, Miguelito, todos aceptaron el liderazgo del más viejo, porque era quien tenía mayor experiencia y conocía mejor las trampas y los peligros que podían asecharlos. Pero la tranquilidad, Miguelito, no podía durar demasiado, y alguien, un joven impetuoso, seguramente, pensó: “¿Por qué un anciano decrépito va a mandarme a mí, que soy cinco veces más ágil y fuerte que él?”
Y así ocurrió, Miguelito, los miembros de los clanes comenzaron a pelearse unos con otros y entonces, al cabo de unos cuantos años, no quedábamos más que un puñado de hombres y mujeres, que, sin que mediara ningún Consejo, pues éste, hacía ya muchos años que no existía, decidimos vivir en la más completa soledad, saliendo al encuentro con los otros sólo en la primavera, cuando ésta cubre los campos con flores y aromas que nos lanzan al amor.
Cuando yo era joven, estos contactos sucedían todos los años y los niños nacían en suficiente número para asegurar la continuidad de nuestra especie, Miguelito, pero poco a poco nos empezamos a ver menos, pues en los escasos momentos en que hombres y mujeres nos encontrábamos, también nos empezábamos a pelear, “que si yo la quiero a ella, que si ella quiere a otro”, el caso es que siempre terminábamos enemistados.
- …..
- Ojalá pudiera entenderte, Miguelito, pero no puedo, tu voz me resulta demasiado extraña. Quizás algún día yo llegue a comprender tu idioma y entonces nos pasaremos las noches conversando, y no te aburriré con mis historias viejas.
- …..
- Hace mucho tiempo que no veo a otro como yo, Miguelito, tanto, que a veces pienso que soy el último hombre sobre la faz de la tierra.
- …..
- ¿Qué pasa Miguelito, por qué te pones así?
- …..
- Es él, ¿verdad?
- …..
- Sí, allí está, puedo ver sus horribles ojos brillando en la oscuridad.
- …..
- Se está acercando, pronto pondrá sus afilados colmillos sobre mi cuerpo y mañana seré el postre de las aves que gustan de comer carne podrida.
- …..
- Corre, Miguelito, no dejes que te atrape, yo tomaré un tronco o una piedra y trataré de defenderme, pero, por lo que más quieras, vete de aquí. No quiero que te pase nada.
FIN