lunes, 30 de agosto de 2010

SEÑOR DE LAS DESDICHAS

Señor de las desdichas,
que sobre los caminantes lanzas,
cuando te encuentran en las encrucijadas,
terribles amenazas.
No te tengo miedo,
mi alma no se llena de pavor,
pues los ojos que te miran,
anhelan tu caro favor.
Quítame la vida,
arroja a las tinieblas mis despojos,
que los perros roan mis huesos,
extrae de mi pecho el corazón.
Pues del mundo he de olvidarmeno
saber nada de luz ni oscuridad
prefiero podrirme en río de sangre
que existir un momento más.

La Mariposa

Cuento escrito por mí en 2009

En una pequeña y tranquila villa ubicada no lejos de Corinto, entre inmensos campos de dorado trigo y arroyos de aguas tan diáfanas como el cristal, vivía una joven doncella de nombre Damia, quien por su belleza extraordinaria era comparada por aquellos afortunados que tenían la dicha de verla con la mismísima Afrodita.
Sus largos y ensortijados cabellos eran del color del fuego más vivo, sus grandes ojos más azules que el Egeo, sus candentes labios del más puro rubí y sus formas, tan elegantes y voluptuosas cómo las de las cariátides que adornan el Templo de Herecteión.
Muchachos de los rincones más apartados de la Hélade viajaban hasta aquella villa con la esperanza de ganarse el corazón de la hermosísima doncella. Sin embargo, ninguno, por más afán que ponía en su empeño, lograba adueñarse de él. No importaba que aquellos galantes jóvenes fueran valientes como Aquiles, apuestos como Paris o ricos como Creso. Damia, quien no era una oceánide, ni una ninfa, simplemente la hija menor de un par de humildes campesinos que no poseían más que una modesta casa y unas pequeñas tierras de labor, invariablemente los despreciaba.
Una tarde, mientras Damia regresaba a casa después de haberse ido a bañar al río, se encontró con Tideo, hijo del poderoso Lacón, quien, prendado de su belleza, se enamoró perdidamente. Si bien en un principio Damia estaba halagada con aquella situación, pues era inusual que un hombre de tan refinada estirpe posara sus ojos en una humilde campesina como ella, poco a poco su interés fue decayendo. Y es que, aunque a la bella doncella le fascinaban las finas telas, las suntuosas joyas y los demás presentes que Tideo le obsequiaba con frecuencia, no tenía ningún interés en él, pues aunque aquel joven era el sueño de las otras muchachas de la villa, a Damia le parecía terriblemente insulso y aburrido. Por ello, cuando la doncella se entero de que Tideo había pedido su mano, y no sólo eso, sino que Ctesipo, su padre, se la había concedido sin poner ninguna objeción, se negó rotundamente a aceptar su inminente matrimonio. Ctesipo, a su vez, le respondió a su hija que no tenía más que dos caminos, aceptar la proposición del joven o volverse sacerdotisa, pues ya no tenía cabida en aquel hogar.
Bañada en lágrimas, Damia huyó a su aposento y por dos días no salió de él, ni siquiera para comer. Finalizado ese tiempo, anunció su irrevocable decisión de abandonar la villa e irse a Corinto, para servir en el templo de Afrodita.
*****
Una mañana, mientras Damia limpiaba la efigie de aquella que ama las sonrisas, labrada en purísimo mármol blanco, quedó flechada, no por un corazón masculino, sino por una hermosa diadema de oro y esmeraldas que una fiel devota depositó sobre la cabeza de la deidad. El cuerpo de la hermosa doncella ardió con el deseo de que aquella alhaja le perteneciera y, sin meditar las consecuencias, la quiso para sí.
Algunas lunas después, tras una gran fiesta en honor a la diosa de la belleza y el amor, en que todas las otras sacerdotisas dormían plácidamente, Damia, que hasta aquel momento había fingido pernoctar también, se deslizó hacia el altar y, con un rápido movimiento, retiró la diadema de la fría cabeza de la estatua. Tras mirar embelesada la magnífica joya unos momentos, la joven la escondió en un pequeño saco rojo y sigilosamente se dirigió a su habitación. Al llegar allí, Damia ocultó la alhaja en un cofrecillo de plata en el cual guardaba sus más íntimas posesiones y una vez que se sintió a salvo, recobró la respiración que el temor a ser descubierta en tan sacrílego acto le había cortado.
A la mañana siguiente, una profunda indignación recorrió la ciudad entera al saber que el templo de Afrodita había sido profanado. Se dictó la pena de muerte para aquel que fuese encontrado en posesión de la sagrada ofrenda y una gran cantidad de hombres y mujeres se dispersaron por la ciudad con la idea de encontrar y castigar al inescrupuloso ladrón.
Las demás sacerdotisas estaban consternadas, Damia, por su parte, fingió estarlo también, y debe decirse, lo hizo muy bien, tanto que a ninguna de sus compañeras siquiera se le ocurrió la posibilidad de que ella fuese la culpable de aquel acto tan atroz. Sin embargo, cada noche, mientras la hermosa doncella estaba sola en su aposento, habiendo cerrado antes, con sumo cuidado las ventanas y trancado la puerta, Damia abría el cofre en que la joya se encontraba y, tras admirarla con fascinación unos instantes, la ponía delicadamente sobre su larga y ondulada cabellera roja y su frente de marfil. Entonces, dirigía las chispeantes llamas de un trípode hacia el espejo y, envanecida, se miraba en la límpida superficie de éste. Así permanecía Damia largo tiempo, contemplándose arrobada, hasta que finalmente renacía en ella el temor a ser descubierta, y con sumo cuidado, regresaba la joya a su escondite. Pasaron iguales varios días, hasta que, una noche, mientras Damia se miraba en la luna del espejo, sintió que suavemente tocaban a su puerta. Llena de terror, la hermosa doncella guardó apresuradamente la diadema en el saquito rojo y, sin tener tiempo de ocultarlo en el cofre, al escuchar que aquella mano secreta seguía tocando con insistencia, abrió la puerta. Entró enseguida una anciana de cabellos grises y manos marchitas, a quien Damia había visto muchas veces en la villa donde nació, era hilandera, y decía llamarse Urania.
La vieja, sin separar su mirada nebulosa del sitio en el que yacía oculta la diadema, le preguntó a Damia, si no había visto por azar algo poco usual cuando la joya desapareció.
- Nada extraño ví aquella funesta noche. Yo, al igual que mis compañeras, estaba profundamente dormida cuando todo sucedió.- Respondió Damia a la misteriosa anciana, haciendo todo cuanto le era posible para ocultar la visible agitación que se había apoderado de su cuerpo.
La vieja, que seguía con los ojos fijos en el bolso escarlata, permaneció silenciosa unos instantes, al cabo de los cuales se retiró, no sin antes decir en una voz muy baja, casi susurrante: “La diosa maldecirá a quien halla robado su corona”. En ese instante, Damia sintió cómo un agudo escalofrío recorría su espalda y, más tarde, mientras dormía, su sueño, por lo regular tranquilo, fue acosado por horrendas pesadillas.
*****
Durante varios días, Damia no osó sacar la diadema del cofre y en más de una ocasión meditó seriamente sobre la posibilidad de devolvérsela a la diosa. Sin embargo, poco a poco su miedo se fue desvaneciendo, y pronto, volvió a sacar la joya de su escondite y a lucirla con orgullo en compañía del espejo.
Una tarde, Damia encontró ante su puerta un pequeño frasco de vidrio que contenía una sustancia de tonalidad verdosa. Al destapar el recipiente, la joven quedó a tal grado fascinada por el delicioso aroma que surgía de aquel líquido oliváceo que ni siquiera se le ocurrió preguntarse quién le podría haber hecho semejante obsequio.
La mañana siguiente, una vez que se hubo bañado, la hermosa doncella frotó sobre su cuerpo aquella fragancia irresistible y, ufanándose de sus encantos, se dispuso a iniciar un nuevo día al servicio de la diosa de la belleza y el amor, habiendo olvidado ya las terribles amenazas de la vieja Urania.
Sin embargo, a partir de ese fatídico día la salud de Damia comenzó a menguar, su tez, antes delicada y tersa, se volvió reseca y opaca, sus grandes ojos zarcos pronto perdieron su incomparable brillo, su largo y frondoso cabello en pocos días se hizo débil y quebradizo. Esta repentina pérdida de su belleza, hundió a Damia en un profundo desánimo que mucho preocupó a sus compañeras, no obstante, esto no fue lo peor, pues al paso de los días el mal siguió agravándose. Pronto, una severa rigidez se adueñó de sus coyunturas y músculos y llegó el día en que la doncella ni siquiera pudo incorporarse de su lecho. Sumida en tal estado de postración, no le quedó a Damia otra esperanza que esperar a los Keres de la muerte.
Diríase que la joven se estaba convirtiendo en estatua, pues, completamente paralizada, ya ni siquiera podía mover los labios y su piel se volvió tan seca y dura como si toda ella fuese una costra. Finalmente, los ojos de Damia cesaron de mirar y, en medio de una gran tristeza, las otras sacerdotisas iniciaron la preparación de sus funerales.
El marchito cuerpo de Damia, fue lavado, perfumado y cubierto por un blanco sudario que sólo dejaba visible el rostro, ante cuya visión, todos los que lo contemplaban quedaban invariablemente horrorizados. Se intentó colocar bajo su lengua la moneda con que debía pagar a Caronte sus servicios, pero la rigidez de su boca era tan severa, que aquellos que lo intentaron tuvieron que desistir.
Se entonaron los cantos fúnebres de rigor, y se dictaminó que a la mañana siguiente su cuerpo fuera quemado en una gran pira funeraria montada en las afueras de la ciudad.
Al aparecer en el firmamento la rosada Eos, el cadáver fue trasladado, no sin temor e inquietud, a su lugar de incineración. Ya para ese momento, el rostro de Damia se había desfigurado totalmente y su piel tenía la consistencia del papiro. En el instante en que las antorchas se aprestaban a incendiar el montículo de madera sobre el cual descansaba la infortunada sacerdotisa, un prodigio sucedió, llenando de admiración a los incrédulos presentes.
Súbitamente, el marchito cuerpo de Damia se llenó de grietas y acto seguido se quebró. Primero, un dedo, luego un brazo, después una pierna y así sucesivamente, hasta deshacerse en miles de pedazos que finalmente se hicieron polvo. Del sudario vacío brotó, como si de un exótico capullo se tratase, una enorme y bella mariposa que, agitando con fuerza unas alas tan rojas como el fuego más vivo, voló sin descanso hasta perderse en el infinito azul del cielo.
FIN

jueves, 26 de agosto de 2010

La Reina Sílfide

La Reina Sílfide ha caído,
desde lo más alto del firmamento,
hasta lo más profundo del infierno.
Ella quiere levantar el vuelo,
desea volver al bello cielo,
pero sus alas están rotas,
el fuego las ha engullido por completo.
Y aunque mi mano azul hacia ella tiendo,
no la busca ni la quiere.
Y aunque mi deseo es volver con ella al paraíso,
no me busca ni me quiere.
Hasta pronto Reina Sílfide,
algún día regresaré,
para llevarte al vasto cielo.
Entre tanto,
suspiraré en la noche oscura,
mirando las estrellas,
por tus ojos, tus labios
y tus cabellos dorados.

Pequeña Musa

Pequeña musa, dueña de mi inspiración…
Te volviste mi luz, mi todo, mi sol…
En tus ojos, lejanos universos entreví…
En tu fragilidad y tu sonrisa me perdí…
Mas, no sabía que tras tu etérea forma…
Albergabas un oscuro corazón…
Helado como el invierno…
Seco como un desierto…
Impasible como el mar…
Qué sólo querías mi sangre, mi vitalidad…
Para saciar con ellas tu ego y tu vanidad.