lunes, 28 de febrero de 2011

La Luna sobre el Castillo

Estaban charlando frente a dos tazas vacías de café y un plato con restos de pastel de zarzamora. Federico era alto, delgado, pálido, de vivos ojos azules y algo de melancólico en el semblante. Diana era pequeña, muy delgada, de cabello castaño y lacio , grandes ojos almendrados y un dejo de inocencia en su rostro. Su plática se interrumpió cuando ella miró el reloj.
- ¡Dios mío, son las once!
-¿Ah caray, tan tarde?
- Me gustaría seguir platicando, pero ya es hora de irme a mi casa.
- Ahorita pido la cuenta y nos vamos.
-Va.
Federico pagó y poco después ambos salían, caminando uno muy cerca del otro hacia las calles empedradas que conducían a la parada del camión.
- Once y cuarto mi mamá me va a matar.
Federico permaneció pensativo unos instantes, al final de los cuales exclamó:
- Conozco un atajo, si nos vamos por ahí llegaremos antes, y no es tan tarde, todavía va a haber gente en la calle.
- Pues vamos.
La noche avanzaba, Diana y Federico seguían caminando entre oscuras callejuelas y viejos caserones sin llegar a su destino. Un relámpago rasgó el cielo, presagiando tormenta.
- ¿No que sabías como llegar?- preguntó Diana, bastante molesta.
- Yo pensaba eso, debí de darme vuelta en una calle equivocada.
- ¡Siempre te pasa lo mismo!
Federico reflexionaba sobre cómo salir de aquel trance, Diana miraba asustada en todas direcciones.
- Y ni a quien preguntarle, esto está bien solo.
- Creo que conozco ese edificio.- anunció el muchacho, mirando hacia el final de aquella calle y de inmediato hecho a correr.
- Ey, espérame.- dijo Diana tomándolo de la mano.
Así, ambos avanzaron hasta llegar al edificio que había creído reconocer Federico. Se trataba de una tienda de antigüedades. En aquel instante, una pertinaz lluvia se dejó caer.
- ¿Y ahora qué?- preguntó Diana, tiritando de frío y espanto.
Federico, sin saber qué hacer, se recostó sobre la puerta de la tienda, ésta cedió.
- ¡Ah caray, está abierta! ¿Entramos?
La lluvia les mojaba la cara y los pies.
- No creo que sea la mejor idea…
- ¡Vamos!- exclamó Federico, jalando a Diana del brazo.
Entraron a la tienda, en su interior había grandes candiles de bronce, sombríos relojes de largos péndulos, colosales estatuas de héroes griegos, delicadas figuras de porcelana china y otras tantas curiosidades más, pero ninguna llamó su atención, salvo una tela blanca al fondo de la sala, la cual cubría un cuadro colgado en la pared.
- ¿Qué es esto?
Federico descorrió la tela.
-¡Órale!
En aquella pintura se dibujaba un imponente castillo asentado sobre un promontorio al cual rodeaba un lago de aguas grises, iluminado por la mortecina luz de una luna rojo sangre, a la cual rondaban nubes negras. Aquí y allá aparecían, volando sobre el cielo, posadas sobre las alturas de la torre de la fortaleza, criaturas de cuerpo rechoncho y grandes alas de vampiro.
- “La Luna sobre el Castillo” - leyó Federico unas pequeñas letras ubicadas en el extremo inferior de la pintura-, debe ser el título del cuadro.
- ¡Ya vámonos, Federico! ¡Prefiero mojarme que seguir aquí!
- Sí, creo que mejor…- decía Federico, cuando todos los relojes de la tienda comenzaron a retumbar. Era medianoche.
Aturdidos, los jóvenes distrajeron su atención. En ese momento, mientras se hallaban de espaldas al cuadro, unas garras emergieron de éste y sujetaron a Diana por los brazos, empujándola hacia el interior de la pintura.
-¡No!- gritó Federico incrédulo de lo que sus ojos habían visto y, sin meditarlo un sólo instante se sumergió dentro del paisaje dibujado sobre la tela. Los relojes dejaron de sonar.
*****
Fue cómo si se hubiera bañado en alquitrán, Federico se retiro con el antebrazo las viscosas gotas negras que caían sobre su frente. Hizo a un lado su chamarra y sus zapatos, los cuales chorreaban aquel líquido putrefacto,
- ¡Qué asco!
Un grito lo hizo voltear hacia arriba.
- ¡Diana!
Una criatura, similar a una gárgola, sostenía con las garras en que culminaban sus pies a la joven, la cual, mientras era transportada por un cielo tan negro como un pozo de brea, no cesaba de gritar.
- ¡No te desesperes Diana, ya voy!
Federico miró hacia el horizonte, frente a él se hallaba un bosque formado por árboles de ramas desnudas, más allá, el lago gris, y sobre un peñasco ubicado en el centro de éste, el castillo que antes había visto en la pintura.
La criatura, con la joven en sus garras, se dirigía hacia allá. Sin pérdida de tiempo, Federico tomó una piedra y corrió en su persecución.
El muchacho arrojó la roca hacia la gárgola, pero no alcanzó a golpearla, ésta dejó escapar de su boca una risa siniestra.
- ¡Maldita sea!
Sin pérdida de tiempo, Federico tomó del suelo un tronco y lo lanzó contra la gárgola, golpeándola, esta vez sí, justo en la nuca.
Víctima del golpe, la criatura liberó a Diana quien, en medio de desesperados gritos, se precipitaba hacia la tierra.
Federico había extendido sus brazos hacia adelante con el fin de atrapar a la joven, cuando una nueva criatura apareció, muy parecida a la anterior, solo que mucho más grande, la cual capturó con sus garras a la joven y se la llevó volando hacia el castillo.
Tras tomar otra piedra, el muchacho se dispuso a perseguir a la criatura, pero entonces, sintió cómo una mano de largos y ásperos dedos, se aferraba a su hombro izquierdo.
-¿Y ahora que?
Se trataba de un hombre árbol, quien con una de sus ramas convertida en mano, sujetaba a Federico, impidiéndole avanzar.
- ¡Carajo!
Federico, dando un fuerte tirón, logró librarse del ente vegetal y de inmediato echo a correr, no obstante, no pudo avanzar mucho, pues pronto se vio rodeado de una multitud de árboles caminantes, provistos no solo de pies y manos, sino también de ojos narices y bocas.
Las criaturas se abalanzaron sobre Federico, arañándolo y golpeándolo con sus brazos de madera, el joven, pese a sus intentos por defenderse, simplemente no podía contra sus enemigos. Federico fue impactado una y otra vez, hasta que finalmente quedo tendido sobre el suelo.
Los entes de madera se preparaban para darle fin, cuando de pronto, el sonido provocado por un aleteo les hizo huir en desbandada. Antes de perder el conocimiento, Federico miró hacia arriba y, entonces, pudo observar cómo llegaba hasta él un cuervo gigantesco que lo tomaba entre sus garras.
*****
“Diana…, lo prometo… te voy a salvar…” , fueron las palabras que profirió Federico, antes de despertar sobresaltado y sin saber donde estaba.
Al ver que todas sus heridas habían desaparecido, por un instante pensó que todos los hechos pasados no eran sino producto de una pesadilla, mas su ilusión se desvaneció, cuando ante sí apareció la figura de un cuervo tan grande cómo una avioneta.
- ¡Bienvenido a mi hogar!- dijo el ave con una voz pausada y gruesa.
- ¿Tu…, hablas?- preguntó Federico lleno de miedo y asombro.
- ¿Por qué no habría de hacerlo?
Federico se levantó del montón de hojas secas en que estaba recostado y miró a su alrededor, estaba en el interior de una casa redonda, con muros de barro entremezclado con ramas. Sobre las paredes había varios estantes llenos de libros, pócimas y amuletos.
-¿Quién eres? ¿Dónde estoy?
- Yo soy Krewek y ésta es mi casa.
- Ahora lo recuerdo, ¡tu fuiste quien me rescató de esos hombres de madera que me atacaron!
- Así es.
- Y supongo que tu también curaste mis heridas, ¿No es así?
El ave, moviendo su cabeza de arriba abajo, asintió.
- Muchas gracias.
- No me lo agradezcas a mí, sino al Bálsamo de Foryenkor.- dijo el cuervo, señalando con la punta de una de sus alas hacia un rincón de la habitación, en el que descansaba una botella cerrada con un corcho, la cual estaba llena de un líquido rosado.
Federico dirigió sus pasos hacia una obertura de la cual brotaba una luz roja.
- Tengo que irme, debo ir por Diana.
- Supongo que estás hablando de la joven secuestrada por Radu, “El Conquistador“. ¡Oh cielos, espero que no la hayas perdido para siempre!
Sus ojos se ensombrecieron y enseguida, en voz baja, añadió: “Como me sucedió a mí”.
- Bueno ¿Y quién es ese tal Radu?
- Es el Rey de los Noctámbulos, ejerce su dominio sobre todo el País de las Sombras.
Federico siguió caminando.
- Bien, no le tengo miedo.
- Espera - exclamó Krewek-, si quieres vencerlo, necesitarás de mi ayuda.
- ¿Qué dices?
- Radu es muy poderoso, no te será fácil derrotarlo, pero yo puedo darte lo que necesitas para hacer tu victoria posible.
Federico dirigió sus ojos al ave.
-¿Y que es lo que necesito?
El cuervo buscó largo rato entre los muchos objetos que decoraban su casa hasta encontrar una pequeña piedra azulada que entregó a su huésped.
- Toma esto, es una “piedra de luz“, los noctámbulos no resisten su brillo.
El joven la guardó en uno de sus bolsillos.
- Bien, gracias. Me voy, no puedo…
-Espera, no seas impaciente, esa “piedra de luz” no te será suficiente para acabar con Radu.
El cuervo siguió buscando entre los artefactos que llenaban su hogar, hasta encontrar una larga espada con empuñadura de oro.
- Esta es la Espada de Tendriel, es la única arma capaz de dar muerte al temible Radu.
El ave, utilizando su pico, se la dio a Federico.
- Uy, cómo que pesa un poco ¿no?- dijo el joven, que apenas si podía sostener la espada.
- Levántala con tus dos manos, así. Creo que te harán falta unas lecciones.
Avanzaron los días y, bajo la guía de Krewek, Federico alcanzó un notable manejo del arma. Cuando el joven sintió que su entrenamiento había finalizado, anunció:
- Muchas gracias por todo, ahora sí, ya me voy…
- Tranquilo, no desesperes…, nunca podrás cruzar el Lago de la Desolación y alcanzar el Castillo Negro sólo con tus pies, ingiere esto.- dijo el cuervo entregándole a Federico una pastilla con forma de pájaro.
El muchacho, no sin ciertas dudas, tomó la tableta y la deglutió.
- ¿Bueno y…?
Entonces, un dolor insoportable atacó la espalda de Federico, quien agobiado por la desesperación se arrojó de rodillas sobre el suelo. Inmediatamente después, un par de alas negras, muy similares a las de Krewek brotaron a ambos lados de su espina dorsal.
- ¡Ahora sí, estás listo para dar batalla al siniestro Radu!
*****
Con sus recién adquiridas alas, Federico voló a gran velocidad sobre los árboles caminantes, quienes por más intentos que realizaron, no pudieron alcanzarlo con sus manos llenas de astillas.
El muchacho avanzaba sobre el Lago de la Desolación, cuando de sus aguas emergió una serpiente gigantesca, con las fauces repletas de colmillos.
El reptil atacó una y otra vez al joven, pero éste, con ágiles movimientos, consiguió escapar una y otra vez.
- ¡Ya me cansé de esto!- exclamó Federico y, empuñando la Espada de Tendriel, se lanzó sobre el monstruo, dándole un golpe tan fuerte que le abrió la cabeza por la mitad.
En medio de alaridos, la sierpe se hundió en las aguas del Lago de la Desolación.
Federico ya estaba muy cerca del Castillo Negro cuando una horda de entes alados, similares a grandes y gordos murciélagos con las fauces desbordantes de sangre se abalanzó sobre él.
Federico sacó de su bolsillo la “piedra de luz“, en ese momento, la gema brilló en toda su intensidad, encegueciendo a los noctámbulos, quienes de inmediato retrocedieron.
Ya sin obstáculos, el joven entró al Castillo Negro, a través de la ventana de una de sus torres.
Federico plegó sus alas y se puso a caminar sobre una larga escalera de caracol, franqueada por esqueletos de diversos tamaños y formas, los cuales estaban encadenados a las paredes.
Finalmente, el joven llegó a un salón umbroso. A través de las ventanas entraba la luz de la luna, la cual resultaba ser la única fuente de iluminación de aquel recinto.
En el fondo del salón se apreciaba un trono y sobre él, una oscura figura, la cual, al levantarse poco después, fue iluminada de lleno por la luz del astro selenita, mostrando un individuo muy alto y fornido, de piel cenicienta, ojos inyectados de sangre, largo cabello negro que caía sobre su espalda y enormes orejas, puntiagudas como las de los duendes.
- ¡Radu!
- Así que has logrado llegar hasta aquí, no pensé que pudieras hacerlo, veo que has recibido la ayuda del traidor de Krewek.
- ¡Entrégame a Diana!
- ¡Eso nunca!- exclamó Radu, haciendo brotar de su espalda dos inmensas alas membranosas.
Entonces comenzó la batalla. Ambos volaban de lado a lado del recinto, empuñando sus respectivas espadas, las cuales chocaron muchas veces con un gran estrépito sin que ninguno de los dos pudiera dar al otro el golpe decisivo.
Decidido a rescatar a Diana, Federico se lanzó furiosamente contra Radu.
- ¡Muere, malvado!
Sin embargo, éste logro evadir el golpe y en respuesta dejó ir su espada sobre Federico, rozándole la mejilla.
Aquello no hizo sino incrementar la furia del joven y, sin pensarlo un instante, atacó con su espada a Radu, cortándole de tajo una de sus alas.
- ¡No!
El Rey de los Noctámbulos cayó sobre el piso de mármol negro, Federico se abalanzó hacia él y colocó el filo de su espada sobre su garganta.
-¡Libera a Diana!
-¡Nunca!
Federico se disponía a dar el golpe final a Radu, cuando una aguda voz dejó escapar un grito.
-¡Espera, Federico! ¡No lo hagas!
Iluminada por un candelabro que sostenía en sus manos, apareció Diana, vestida con un largo vestido negro. Su cabello caía suelto sobre su espalda, en sus ojos brillaba un extraño fulgor.
-¡Diana!- exclamó Federico y de inmediato corrió hacia ella.
La joven se resistió a su abrazo.
- Espera…
- ¿Eh?
No pienso volver…- dijo Diana, mientras dejaba el candelabro que portaba sobre una pequeña mesa.
-¿Qué dices?
Federico la miró azorado.
- Me quedaré en este castillo, aquí es mi lugar.
- Pero Diana… ¿Y tu mamá, tu escuela?
- Ya está decidido
- Federico tomó las manos de la muchacha.
- ¿Y lo nuestro?
En cuanto pudo, la joven se soltó.
- Olvídate de eso, ya pasó.
- Pero yo creí que…
-Ya te dije, olvídalo.
La muchacha avanzó hacia Radu, quien apenas se había reincorporado. Un charco de sangre manchaba el suelo.
- ¿Te ha hecho mucho daño ese malvado?
No te preocupes, preciosa, mi ala se curará en pocos días.
- Ven, amorcito, te voy a consentir.
Muy pronto, ambos se desvanecieron en la penumbra. Federico permaneció ahí, de pie en la sala, sin saber qué hacer ni a dónde ir. La luna roja lo iluminaba con sus rayos. Entonces, dejó caer su espada contra el piso, se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar. Sus sollozos cubrieron toda la comarca. Arriba, en la torre, Diana, en compañía de Radu, disfrutaba de una noche feliz.
FIN

jueves, 17 de febrero de 2011

La Muerte del Sol

LA MUERTE DEL SOL
Sé que no me creerán, que todos pensarán que sólo soy un loco más de tantos que abundan en este amanecer del siglo. Eso no me importa, al fin y al cabo, lo imprescindible es que se sepa quién es el verdadero culpable. Ahora estoy aquí, en el pabellón de los desgraciados, mañana temprano, al salir el sol, la muerte vendrá por mí en la forma de una delgada aguja que, como colmillo de serpiente, estará inflamada de veneno.
Sí, yo maté a Colette, lo he confesado muchas veces. La mano que clavó el negro cuchillo en su pecho fue mía. Fueron mis dientes quienes destrozaron su corazón aún palpitante, pero nada de eso es mi culpa, todo es obra del hombre azul. Él me obligó a que lo hiciera, me dijo que si no, el sol se moriría y la noche eterna caería sobre nosotros. Él es el verdadero culpable, vayan por él.
Mi nombre es Roderick Haywood, nací en Galveston, soy espeleólogo y, sí, debo reconocerlo, también, traficante de piezas arqueológicas. Viajé a México para explorar una profunda caverna recientemente descubierta por un conocido mío, un rival más bien, Alexander O´Shea, nieto del famoso explorador británico del mismo nombre. Él fue quien me habló de los ricos tesoros que podían hallarse en aquellas ignotas profundidades, quien vagamente me previno de cualquier intento de saqueo, alimentando con ello aún más mi desbordado interés.
En fin, llegué a México en noviembre, cuando la temporada de lluvias ha cesado y el calor de aquella tierra sudorosa es mas fácil de sobrellevar. Pasé varios días recorriendo las inmensas galerías que, debo decirlo, son en verdad impresionantes, las estalagmitas parecen punzantes cuchillos de pedernal que amenazan con cercenar en cualquier momento tu cabeza y las hileras de estalactitas parecen destinadas a colocar cráneos uno sobre otro en terrorífica columna sepulcral.
Finalmente, un día más caluroso que los otros, a eso del mediodía, creo, pues en aquellas profundidades el día y la noche son imposibles de distinguir, aparecieron, ante la amarilla luz de mi linterna, las formas de una pequeña pirámide, casi intacta, cuyos escalones inferiores desaparecían en las negras aguas que cubrían el suelo de la cueva. No era muy diferente a las que anteriormente había yo visto en mis otros viajes a México. Debía medir unos ocho metros de altura y al final de sus escalones tenía la escultura que tan frecuentemente aparece en los templos de los antiguos mexicanos, el famoso Chac Mool.
Poseído por una gran emoción, subí con rapidez la escalinata y, tras dirigirle una rápida mirada al monolito sedente, entré en el cuarto superior. O´Shea había dicho la verdad, en el fondo de aquella cámara se hallaba una estatua antropomorfa de unos dos metros de alto, muy dañada por el encierro y la humedad; sin embargo, su figura de piedra gris estaba cubierta por ricos brazaletes de oro y collares de jade, obsidiana y turquesa. Pese a todo, aquello no era lo más extraordinario, sobre su faz, la estatua portaba una hermosísima máscara de oro puro. No sin cierta dificultad, separé ésta del rostro de piedra que cubría y avancé en dirección a la salida.
Comenzaba yo a descender la escalinata del templo, cuando un aterrador grito me aturdió, provocando que la máscara dorada resbalara de mis manos y rebotara, escalón tras escalón, hasta caer en las aguas turbias que anegaban el suelo y se perdiera sin que yo pudiese hacer algo para impedirlo. Entonces, apostado sobre un montón de piedras, no muy lejos de donde yo estaba, lo ví por primera vez.
Era alto, con buen porte y una mirada que tenía algo de inhumano. De la espalda le brotaban unas largas plumas azules, mismo color que cubría el resto de su cuerpo, salvo su pie, su horrible pie siniestro, que era enjuto y amarillo, semejante al de un gallo.
Él fue quien me ordenó que lo hiciera, primero me recriminó por haberle quitado al sol su brillo, por permitir que su sagrada máscara fuera tragada por la oscuridad y luego me anunció, no sin cierta pesadumbre, que si no le entregaba al sol la vida de la persona más querida por mí, éste poco a poco se apagaría y la tierra quedaría convertida en un inerte bloque de hielo y sombras. Claro que en aquel momento pensé que me había encontrado con un desquiciado lunático, pero él me dio muestras de su poder. Me pidió que lo siguiera y, tras llegar a una estrecha galería que en su techo tenía una pequeña abertura por la que penetraba la luz solar, comenzó a cantar una extraña y triste salmodia, mientras abría los brazos en compás. Entonces la luz poco a poco se fue haciendo más débil, y, pronto, la caverna se halló inmersa en la más profunda oscuridad. Enseguida, el hombre azul me entregó un sonriente cuchillo de pedernal que guardaba en un pequeño bolso de cuero sin curtir que colgaba de su hombro y me dijo, con esa voz cavernosa que jamás olvidaré, que con aquel artefacto tenía que terminar con la vida del infortunado ser que debía ofrendar al sol. Paralizado por el horror, tomé el instrumento que el extraño personaje me ofrecía y, en cuanto pude, abandoné la terrible gruta.
Dos días después, estaba de vuelta en Galveston y, al ver a mi mujer de nueva cuenta, quien por cierto me recibió cariñosa y llena de alegría, me decidí a no contarle nada de los extraños sucesos que habían ocurrido durante mi viaje, pues temía no tanto que no me creyese, sino que su impresionable carácter pudiera ser perturbado por sucesos tan extravagantes.
Con el pasar de los días, mi espíritu poco a poco recobró su paz y llegué a pensar que la extraña aparición no había sido mas que el producto de mi imaginación exaltada por aquellas misteriosas ruinas y el aire viciado de la cueva. El grotesco cuchillo de pedernal, supuse, era el único tesoro que mi ánimo exaltado se había atrevido a sustraer de aquel templo abominable.
Mas una noche, mis ojos se abrieron asustados en la penumbra de la habitación, un torrente sudoroso caía sobre mi frente y, entonces, al dirigir mi mirada al umbral de la puerta, lo ví una vez más. Allí estaba, inmóvil, observándome con sus ojos luzbélicos. Intenté despertar a Colette, pero ésta, pese a mis numerosos intentos, continuaba durmiendo profundamente.
- “El sol se morirá, el sol se morirá” – repitió el hombre azul infinidad de veces, atormentándome con el horror en que el mundo se sumiría si yo no le entregaba al astro la víctima que a gritos éste me pedía.
Elevando al techo de mi cuarto un grito atroz, me desperté, siendo inmediatamente recibido por los tersos brazos de Colette. Quien con sus caricias y besos intentó calmarme.
- Fue sólo una pesadilla, querido, todo se encuentra bien.
Al avanzar el día, me tranquilicé, pensando que efectivamente sólo había sido un mal sueño y nada más. Pero el gusto no me duró mucho, pues noche tras noche, siempre aparecía ante la puerta de mi cuarto aquel ente terrible. A veces era un colibrí, a veces un enano y a veces una serpiente de fuego, pero su voz, con la que profería sus terribles amenazas, invariablemente era la misma.
Además, con cada nuevo día, la luz del sol me comenzó a parecer más tenue, más apagada, y las sombras, cada vez más densas, no dejaban de susurrarme al oído que todo aquello no era sino por causa mía. Así, poco a poco fue adueñándose de mí ánimo, antes escéptico, la certidumbre de que si yo no le ofrecía el sol el sacrificio que me era demandado, éste moriría a causa de mi falta en aquella caverna maldita.
Pasaron varios días sin que el sol iluminara la mañana con sus poderosos rayos y el monótono firmamento gris no cesó de mancharse de lluvia y granizo. ¿Cuántos? No sé, pudieron ser cuatro, ocho, diez; o quizás sólo fue uno, pero para mi mente turbada aquel atisbo del funesto porvenir fue decisivo. Entonces, lo decidí, no podía demorarme más, el destino del mundo estaba en mis manos y sólo yo, sacrificando lo más caro para mí, podría salvar al planeta entero de la inminente catástrofe.
Una noche, mientras mi esposa dormía, abrí el cajón que contenía el siniestro cuchillo negro que me había sido entregado por el extraño hombre celeste. Al contemplar el grotesco rostro empotrado en la piedra fría, me estremecí, y pensé en deshacerme de aquel artefacto diabólico de una vez y para siempre. Incluso abrí la ventana, dispuesto a lanzarlo lejos, muy lejos de mis temblorosas manos y así librarme de aquella indeseable carga, mas un vívido terror me contuvo y la cavernosa voz del hombre azul volvió a escucharse en mis oídos. Sus amenazas resonaron en mis tímpanos como truenos implacables, como furiosas olas volcándose sobre un barco perdido en medio de una tempestad. Entonces, sin reticencias ni escrúpulos, anulada ya mi voluntad, volví sobre mis pasos y, sosteniendo en el aire la brutal arma de piedra, miré, por un instante, el feliz cuerpo que tendido en el lecho soñaba con placidez. Dejando escapar un aullido tremendo clavé el arma sonriente en el inerme pecho de mi amada Colette.
A quien lea esto, no le pido compasión, ni que intente interceder por mí, pues mi crimen no merece otra cosa que el atroz castigo que voy a recibir. Lo único que deseo es que se sepa la verdad, que yo sólo fui el instrumento de una mente maligna que se oculta en las sombras y arruina la vida de los infortunados con quienes se topa. Por eso, le pido a las autoridades que encuentren al hombre azul, que lo saquen arrastrando de su cueva y lo hagan pagar, como pronto lo haré yo, por sus acciones infames.
FIN