lunes, 24 de septiembre de 2012

El PROMETEO AZTECA

Prometeo era un titán, hijo de Jápeto y la oceánide Clímene, el cual, usando su astucia, le robó el fuego a los dioses olímpicos para entregárselo a los hombres, quienes carecían del vital elemento. Por haberse atrevido a tal osadía, Zeus mandó encadenar a Prometeo en el Cáucaso, y después envió un águila para que cada día le devorara el hígado. Siendo el Titán un ser inmortal, el órgano volvía a crecerle cada noche, y a cada nuevo amanecer, el ave volvía a comérselo. Convirtiéndose esto en una tortura eterna para el desdichado. Muchos miles de kilómetros al sureste del Cáucaso, más allá de la India, del Archipiélago de la Sonda y de Nueva Guinea, se localiza Australia, un país por demás singular en el cual son cosa común los seres más insólitos: el canguro, el koala, el wombat y el cuscús. Todos estos animales cuentan con la particularidad de que sus hembras poseen en sus vientres una bolsa -llamada por los científicos marsupio-, en la cual dan resguardo a sus crías cuando son pequeñas y no están en condiciones de defenderse a sí mismas. Esta clase de mamíferos no es, sin embargo, exclusiva de Australia, pues llegan a encontrarse también en otro continente de fauna exótica: América. Fue en la América media, donde floreció, hasta 1521, la civilización azteca, la cual, además de construir colosales templos en los cuales realizaban sacrificios sangrientos, también dejó a la posteridad muchos memorables mitos. Hay, entre estos uno muy similar al de Prometeo. Resulta que las deidades aztecas eran igual de egoístas que las griegas y no querían el fuego sino para sí. Tuvo que aparecer un héroe que le entregara el fuego a los hombres. Para los antiguos mexicanos, éste individuo no fue un Titán, ni siquiera un hombre, sino un animalejo de hocico alargado y cola peluda llamado tlacuátl, el cual sin temer el riesgo, se introdujo -mediante embustes- en la casa donde los dioses ocultaban la llama sagrada y, usando su cola, la robó con el fin de entregársela a los pobres mortales que morían de frío por las noches. Al igual que Prometeo, el tlacuátl sufrió daño a causa de su audacia, pues el fuego le quemó la cola y se la dejó sin pelo alguno y, cómo si fuera una especie de pecado original, ésta característica se extendió a todos sus descendientes. Hoy en día, el tlacuátl es conocido como zarigüeya o tlacuache y, además de su cola pelona, tiene otra característica particular, la hembra lleva a sus crías en un

jueves, 20 de septiembre de 2012

HUYENDO DEL PARAÍSO

Antes de que el primer rastro de sol se vislumbrara en el horizonte, Isabella abandonó la suntuosa habitación en la cual estaba hospedada desde hace ocho días. Después de cerrar la puerta cautelosamente, echó un último vistazo a su bolsa de mano, para ver si todo lo necesario -pasaporte, boletos de avión, dinero- se encontraba ahí, y enseguida caminó por el pasillo hasta llegar al elevador. Mientras descendía los veintitrés pisos, miraba a través del cristal los numerosos cuartos de luces apagadas y puertas silenciosas, y pensaba en el contraste entre la idílica belleza del lugar y el horror que aquellos días habían significado para ella. Cuando la puerta se abrió, Isabella cruzó velozmente el lobby, y tanta era su prisa que ni siquiera se dio tiempo para contestar el saludo del recepcionista soñoliento. Al salir a la calle, la presencia de un tono rosado en el horizonte le advirtió de la cercanía del amanecer. Los latidos de su corazón se aceleraron. Había un largo trayecto hasta la avenida principal, por lo que todavía tendría que caminar bastante antes de encontrar un taxi. A su alrededor, los comercios y cafés comenzaban a tomar forma, al dar los primeros rayos de sol contra sus escaparates. Aún no había logrado salvar ni siquiera la mitad de la distancia que la separaba de la avenida principal cuando comenzó a surgir en su mente el pensamiento de que ya para entonces la seguían. Se sentó bajo el follaje de una enorme ceiba para recuperar el aliento, sacó de su bolso una botellita de agua y prosiguió en su camino. Al ver a dos personas que avanzaban hacia ella, se estremeció, pero al confirmar que sólo se trataba de un par de borrachos trasnochados, le regresó la tranquilidad. Ya el calor había aumentado considerablemente y la oscuridad se había replegado a los rincones cuando alcanzó la avenida principal. Sin pérdida de tiempo, detuvo un taxi. - Al aeropuerto.- dijo Isabella con una voz tan áspera como si hubiera tragado un montón de tierra. El conductor asintió y el vehículo comenzó a rodar. Las calles de la pequeña ciudad poco a poco iban llenándose de trabajadores, deportistas y muchachas paseando sus perros. Por más que lo intentaba, no podía alejar de ella la obsesiva idea de que para entonces, a causa de un error suyo o por obra de la fatalidad, ya había sido descubierta. Vendrían tras ella, de eso no cabía duda. Al ver que el taxi dejaba atrás las calles y enfilaba hacia la carretera bordeada de relucientes palmas, la opresión en su pecho disminuyó. Entonces, desfilaron por su mente sus ilusiones y esperanzas, las cuales se hicieron añicos como un cisne de cristal apenas sus pies tocaron suelo caribeño. Revivió las humillaciones y las infamias que hicieron de su estancia en el paraíso una pesadilla atroz. Ya faltaba menos, quizás veinte minutos, para alcanzar el aeropuerto, sin embargo, no se sentiría segura hasta estar a bordo del avión. Al escuchar el ulular de una patrulla cada vez más cerca, Isabella casi perdió el conocimiento, pero pronto se recuperó, al constatar que los destellos roji-azules que lanzaba la sirena no iban dirigidos hacia ella, sino a un hombre que conducía a exceso de velocidad. Los anuncios espectaculares invitando a recorrer los atractivos turísticos del área le advirtieron de la cercanía de la torre de control, la cual pronto apareció ante el taxi, escoltada por frondosas matas de vegetación salvaje. Al llegar a la puerta que correspondía a su aerolínea, Isabella pagó al conductor y bajó del coche. Una vez en el interior del edificio, procedió a documentar. Al llegar su turno, el pasaporte resbaló, pero sin demora lo alzo del suelo y el incidente pasó desapercibido. Llegó al área de revisión, y aunque un perceptible temblor se apreciaba en sus manos, logró cruzar sin contratiempos. Ya en la sala de espera, se sintió un poco más tranquila y, viendo que faltaba todavía cerca de media hora para que saliera su vuelo, decidió ir por un café. Apenas probó un tragó, sintió que su estómago se retorcía, por lo que se levantó de la mesa y volvió a la sala de espera, donde su mirada permaneció fija largo rato en el reloj. En cualquier momento llamarían a subir al avión. - Pasajeros con destino a ….. favor de abordar. Al escuchar la voz, Isabella se incorporó de su asiento y se formó en la fila. Sólo había una señora con sus dos hijos y un par de ancianos delante de ella, no tardaría mucho en alcanzar la aeronave. Se perdería en el mundo y nadie la encontraría jamás. Pasó la madre con sus dos críos, pasó el matrimonio de ancianos. Era su turno. Una mujer de cabello corto y ojos enmarcados en gruesas gafas le pidió su pase de abordar, el cual entregó sin demora. El estridente timbre del teléfono sobre el mostrador resonó en la estancia. La encargada no pronunció más que unas pocas palabras: “Sí señor, entendido.” Dos gendarmes hicieron acto de presencia en la sala. Isabella ni siquiera tuvo ánimos de defenderse. Se la llevaron.