miércoles, 13 de octubre de 2010

BAJO LA CRUZ

Ellos lo llamaron Bartolomé de la Cruz, sin embargo, antes de que éstos llegaran de muy lejos, mucho más allá de donde la arena y las rocas se enfrentan día tras día y noche tras noche a la inmensa furia del mar, ya tenía un nombre, Nahui Ocelotl, Cuatro Ocelote.
Muchos años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos torvos y lengua serpentina, que trae consigo la lluvia, tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus preciosas lágrimas, que fulmina con el implacable rayo.
Durante muchos años ofició las fastuosas ceremonias en que los corazones de infortunados hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcallan, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el perfumado humo del copal y las fervientes plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de amarillenta sequedad.
Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las ceremonias que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables ancianos hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, cómo a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra más dura, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos.
Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe, no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre y su tez morena se ha vuelto gris como la ceniza, pues ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes largos y sencillos, de rostro cansado y semblante benevolente que tratan de convencerle, sin hasta el momento lograrlo, de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no existe, y de que si alguna vez éste vivió, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal y del pecado.
Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz, y como tal han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, sobre las altas y sombrías paredes de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor.
Su rostro está desfigurado, sus manos carcomidas por el fuego y sus pies ya no pueden sostenerlo más. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las gruesas paredes que lo asfixian, los campos se cubren de podridos cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes majestuosos y verdes como el jade, muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, como manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen tristes esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una blanca gota de leche que darle a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos y quebrados.
Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado.
*****
La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos por la ausencia de lluvia, muchos de ellos muy queridos para él.
En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, Cuatro Ocelote decide acercarse a la enorme cruz que está colocada sobre su cabeza, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera inerte puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar?
Sin embargo, un momento después, su mente se llena de luz y, envuelto por la pasión, Cuatro Ocelote se arrodilla ante la cruz.
La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre de opacas y largas ropas, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión.
Esa misma tarde Bartolomé es liberado de su lúgubre prisión, camina lentamente, con mucha dificultad, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus lacerados pies. Una nueva vida parece inundar sus venas al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella horrenda mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se inunda de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad, una vez más.
*****
A la mañana siguiente, muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su venerado dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera que, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su oscuro calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa con sus ojos viejos y gastados, son pocos, y más que hombres, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos con impaciencia anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su cerrazón a escuchar las palabras de aquellos mucho más sabios que él. Que ahora que había decidido abrir su corazón a la verdadera fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados.
*****
Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de oscuras nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños saltan y bailan felices bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus desdentadas bocas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas.
Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales.
- Por fin han aprendido éstos salvajes brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia.- dice el cruel guerrero de la armadura centellante.
- No debeís culparlos, -afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas que brotan de sus ojos con la desteñida manga de su sotana- a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de seguir el camino de la luz.
Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que, tras la delgada capa de cuero que lo recubre, contiene una singular estatuilla de piedra, de colmillos torvos y lengua serpentina y que, más allá, bajo las colosales montañas que circundan los campos y el lago salado, en desconocidas y profundas cuevas, se han hecho ya, los requeridos sacrificios ancestrales. FIN

2 comentarios:

  1. ¡¡Uff!! Sin duda de mis escritos favoritos tuyos, Paco. Sintetizaste perfectamente el nacimiento de nosotros, los mexicanos: Un mestizaje violento, impuesto, desequilibrado. Somos el producto de una indígena violada y un español ladrón. Y pocas cosas afectan tanto como el destruir y arrancar de tajo las creencias ancestrales, con el afán de imponer otras. Es curioso como el dolor, el sufrimiento y la tortura fueron las formas de imponer una religión basada en el mensaje del amor, la compasión y el perdón.

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  2. Muchas gracias por tus comentarios Cacho!!!!!! Sí, es irónico cómo una religión sustentada en el amor al otro ha causado tanto dolor y tanto sufrimiento. Pero bueno esas son las consecuencias del fanatismo religioso y la ambición desmedida.

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