jueves, 17 de febrero de 2011

La Muerte del Sol

LA MUERTE DEL SOL
Sé que no me creerán, que todos pensarán que sólo soy un loco más de tantos que abundan en este amanecer del siglo. Eso no me importa, al fin y al cabo, lo imprescindible es que se sepa quién es el verdadero culpable. Ahora estoy aquí, en el pabellón de los desgraciados, mañana temprano, al salir el sol, la muerte vendrá por mí en la forma de una delgada aguja que, como colmillo de serpiente, estará inflamada de veneno.
Sí, yo maté a Colette, lo he confesado muchas veces. La mano que clavó el negro cuchillo en su pecho fue mía. Fueron mis dientes quienes destrozaron su corazón aún palpitante, pero nada de eso es mi culpa, todo es obra del hombre azul. Él me obligó a que lo hiciera, me dijo que si no, el sol se moriría y la noche eterna caería sobre nosotros. Él es el verdadero culpable, vayan por él.
Mi nombre es Roderick Haywood, nací en Galveston, soy espeleólogo y, sí, debo reconocerlo, también, traficante de piezas arqueológicas. Viajé a México para explorar una profunda caverna recientemente descubierta por un conocido mío, un rival más bien, Alexander O´Shea, nieto del famoso explorador británico del mismo nombre. Él fue quien me habló de los ricos tesoros que podían hallarse en aquellas ignotas profundidades, quien vagamente me previno de cualquier intento de saqueo, alimentando con ello aún más mi desbordado interés.
En fin, llegué a México en noviembre, cuando la temporada de lluvias ha cesado y el calor de aquella tierra sudorosa es mas fácil de sobrellevar. Pasé varios días recorriendo las inmensas galerías que, debo decirlo, son en verdad impresionantes, las estalagmitas parecen punzantes cuchillos de pedernal que amenazan con cercenar en cualquier momento tu cabeza y las hileras de estalactitas parecen destinadas a colocar cráneos uno sobre otro en terrorífica columna sepulcral.
Finalmente, un día más caluroso que los otros, a eso del mediodía, creo, pues en aquellas profundidades el día y la noche son imposibles de distinguir, aparecieron, ante la amarilla luz de mi linterna, las formas de una pequeña pirámide, casi intacta, cuyos escalones inferiores desaparecían en las negras aguas que cubrían el suelo de la cueva. No era muy diferente a las que anteriormente había yo visto en mis otros viajes a México. Debía medir unos ocho metros de altura y al final de sus escalones tenía la escultura que tan frecuentemente aparece en los templos de los antiguos mexicanos, el famoso Chac Mool.
Poseído por una gran emoción, subí con rapidez la escalinata y, tras dirigirle una rápida mirada al monolito sedente, entré en el cuarto superior. O´Shea había dicho la verdad, en el fondo de aquella cámara se hallaba una estatua antropomorfa de unos dos metros de alto, muy dañada por el encierro y la humedad; sin embargo, su figura de piedra gris estaba cubierta por ricos brazaletes de oro y collares de jade, obsidiana y turquesa. Pese a todo, aquello no era lo más extraordinario, sobre su faz, la estatua portaba una hermosísima máscara de oro puro. No sin cierta dificultad, separé ésta del rostro de piedra que cubría y avancé en dirección a la salida.
Comenzaba yo a descender la escalinata del templo, cuando un aterrador grito me aturdió, provocando que la máscara dorada resbalara de mis manos y rebotara, escalón tras escalón, hasta caer en las aguas turbias que anegaban el suelo y se perdiera sin que yo pudiese hacer algo para impedirlo. Entonces, apostado sobre un montón de piedras, no muy lejos de donde yo estaba, lo ví por primera vez.
Era alto, con buen porte y una mirada que tenía algo de inhumano. De la espalda le brotaban unas largas plumas azules, mismo color que cubría el resto de su cuerpo, salvo su pie, su horrible pie siniestro, que era enjuto y amarillo, semejante al de un gallo.
Él fue quien me ordenó que lo hiciera, primero me recriminó por haberle quitado al sol su brillo, por permitir que su sagrada máscara fuera tragada por la oscuridad y luego me anunció, no sin cierta pesadumbre, que si no le entregaba al sol la vida de la persona más querida por mí, éste poco a poco se apagaría y la tierra quedaría convertida en un inerte bloque de hielo y sombras. Claro que en aquel momento pensé que me había encontrado con un desquiciado lunático, pero él me dio muestras de su poder. Me pidió que lo siguiera y, tras llegar a una estrecha galería que en su techo tenía una pequeña abertura por la que penetraba la luz solar, comenzó a cantar una extraña y triste salmodia, mientras abría los brazos en compás. Entonces la luz poco a poco se fue haciendo más débil, y, pronto, la caverna se halló inmersa en la más profunda oscuridad. Enseguida, el hombre azul me entregó un sonriente cuchillo de pedernal que guardaba en un pequeño bolso de cuero sin curtir que colgaba de su hombro y me dijo, con esa voz cavernosa que jamás olvidaré, que con aquel artefacto tenía que terminar con la vida del infortunado ser que debía ofrendar al sol. Paralizado por el horror, tomé el instrumento que el extraño personaje me ofrecía y, en cuanto pude, abandoné la terrible gruta.
Dos días después, estaba de vuelta en Galveston y, al ver a mi mujer de nueva cuenta, quien por cierto me recibió cariñosa y llena de alegría, me decidí a no contarle nada de los extraños sucesos que habían ocurrido durante mi viaje, pues temía no tanto que no me creyese, sino que su impresionable carácter pudiera ser perturbado por sucesos tan extravagantes.
Con el pasar de los días, mi espíritu poco a poco recobró su paz y llegué a pensar que la extraña aparición no había sido mas que el producto de mi imaginación exaltada por aquellas misteriosas ruinas y el aire viciado de la cueva. El grotesco cuchillo de pedernal, supuse, era el único tesoro que mi ánimo exaltado se había atrevido a sustraer de aquel templo abominable.
Mas una noche, mis ojos se abrieron asustados en la penumbra de la habitación, un torrente sudoroso caía sobre mi frente y, entonces, al dirigir mi mirada al umbral de la puerta, lo ví una vez más. Allí estaba, inmóvil, observándome con sus ojos luzbélicos. Intenté despertar a Colette, pero ésta, pese a mis numerosos intentos, continuaba durmiendo profundamente.
- “El sol se morirá, el sol se morirá” – repitió el hombre azul infinidad de veces, atormentándome con el horror en que el mundo se sumiría si yo no le entregaba al astro la víctima que a gritos éste me pedía.
Elevando al techo de mi cuarto un grito atroz, me desperté, siendo inmediatamente recibido por los tersos brazos de Colette. Quien con sus caricias y besos intentó calmarme.
- Fue sólo una pesadilla, querido, todo se encuentra bien.
Al avanzar el día, me tranquilicé, pensando que efectivamente sólo había sido un mal sueño y nada más. Pero el gusto no me duró mucho, pues noche tras noche, siempre aparecía ante la puerta de mi cuarto aquel ente terrible. A veces era un colibrí, a veces un enano y a veces una serpiente de fuego, pero su voz, con la que profería sus terribles amenazas, invariablemente era la misma.
Además, con cada nuevo día, la luz del sol me comenzó a parecer más tenue, más apagada, y las sombras, cada vez más densas, no dejaban de susurrarme al oído que todo aquello no era sino por causa mía. Así, poco a poco fue adueñándose de mí ánimo, antes escéptico, la certidumbre de que si yo no le ofrecía el sol el sacrificio que me era demandado, éste moriría a causa de mi falta en aquella caverna maldita.
Pasaron varios días sin que el sol iluminara la mañana con sus poderosos rayos y el monótono firmamento gris no cesó de mancharse de lluvia y granizo. ¿Cuántos? No sé, pudieron ser cuatro, ocho, diez; o quizás sólo fue uno, pero para mi mente turbada aquel atisbo del funesto porvenir fue decisivo. Entonces, lo decidí, no podía demorarme más, el destino del mundo estaba en mis manos y sólo yo, sacrificando lo más caro para mí, podría salvar al planeta entero de la inminente catástrofe.
Una noche, mientras mi esposa dormía, abrí el cajón que contenía el siniestro cuchillo negro que me había sido entregado por el extraño hombre celeste. Al contemplar el grotesco rostro empotrado en la piedra fría, me estremecí, y pensé en deshacerme de aquel artefacto diabólico de una vez y para siempre. Incluso abrí la ventana, dispuesto a lanzarlo lejos, muy lejos de mis temblorosas manos y así librarme de aquella indeseable carga, mas un vívido terror me contuvo y la cavernosa voz del hombre azul volvió a escucharse en mis oídos. Sus amenazas resonaron en mis tímpanos como truenos implacables, como furiosas olas volcándose sobre un barco perdido en medio de una tempestad. Entonces, sin reticencias ni escrúpulos, anulada ya mi voluntad, volví sobre mis pasos y, sosteniendo en el aire la brutal arma de piedra, miré, por un instante, el feliz cuerpo que tendido en el lecho soñaba con placidez. Dejando escapar un aullido tremendo clavé el arma sonriente en el inerme pecho de mi amada Colette.
A quien lea esto, no le pido compasión, ni que intente interceder por mí, pues mi crimen no merece otra cosa que el atroz castigo que voy a recibir. Lo único que deseo es que se sepa la verdad, que yo sólo fui el instrumento de una mente maligna que se oculta en las sombras y arruina la vida de los infortunados con quienes se topa. Por eso, le pido a las autoridades que encuentren al hombre azul, que lo saquen arrastrando de su cueva y lo hagan pagar, como pronto lo haré yo, por sus acciones infames.
FIN

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