miércoles, 1 de septiembre de 2010

La Cura

Cuento escrito por mí en febrero del 2009

Aún no tenemos la cura, nos dicen. Tendremos entonces que esperar, quizá una semana, quizá un año o quizá otros tantos siglos, eso nadie lo sabe. Todo empezó, lo recuerdo bien, cuando aquellos antropólogos, ¿o eran arqueólogos?, fueron en busca de las ruinas de una antiquísima ciudad, oculta entre las nevadas cimas de los Montes Himalaya y regresaron con una pequeña piedra, diciendo que aquel que la tocara, no moriría jamás.
Por supuesto que al principio nadie les creyó, pero cuando uno de aquellos exploradores se arrojó desde el más alto rascacielos del planeta y quedó sin daño, la efervescencia por aquella mágica gema que garantizaba la inmortalidad, se desató.
Yo tuve el placer de verla y tocarla hace muchos años, y por supuesto que no he podido olvidarla. Era azulosa, pequeña, poco más grande que una pelota de tenis, pero tan brillante como el sol, y la gente se arremolinaba por millones para palparla y saber que el voraz espectro de la muerte no los atormentaría nunca más.
Entonces, una inusual euforia se apoderó de nuestras mentes y corazones y, sabiendo que el tiempo había dejado de existir, nos propusimos los proyectos más grandiosos e inverosímiles que la mente humana se haya atrevido a crear alguna vez.
Construimos magníficas ciudades sobre el cielo y bajo el mar, creamos nuevos continentes y hundimos los que ya existían, con nuestras acciones provocamos la desaparición de miles de especies de animales y plantas, pero con nuestra tecnología creamos otras tantas nuevas. Llegamos a los rincones más ignotos del espacio y entablamos relación con los seres más maravillosos y los más absurdos que existen en nuestro universo, ellos nos mostraron sus conocimientos sobre el cosmos y nosotros los adoctrinamos en el amor, las artes y la guerra.
Así pues, sin temor a que cualquier instante pudiera ser el último, nos propusimos las tareas más arduas y difíciles, con la seguridad de que algún día, aunque fuese muy lejano, las veríamos terminadas, nos sentíamos dioses. Sin embargo, pasado el tiempo, ¿cuánto?, a ciencia cierta no lo sé, pues como ya lo dije, ya no existían para nosotros las manecillas del reloj, aquella euforia se desvaneció y un desánimo general cundió entre todos nosotros. Sentíamos, pues, que ya no quedaba nada por hacer, las cosas dejaron de importarnos, nos volvimos tristes y sombríos.
Así, aún aquellos que se habían jurado amor eterno, terminaron repudiándose y aquellos que se habían odiado por centurias se habían reconciliado, pues tarde que temprano tuvimos que reconocer, que la eternidad es más grande que el amor y que el odio.
Nos hallábamos hundidos en la más negra melancolía, cuando varios de nosotros llegamos a la conclusión de que sí había existido un objeto capaz de otorgarnos la inmortalidad, también debía haber otro que fuera capaz de quitárnosla. Entonces tuvimos un nuevo propósito, y nuestra vida una vez más se llenó de luz.
Fatigamos todas las bibliotecas a lo largo y ancho del mundo en busca de algún arcaico pergamino que nos diera razón de aquel objeto, regresamos a las ruinas escondidas, que para ese instante ya se hallaban bajo el mar, en busca de una piedra roja, negra o blanca que fuera la antítesis de la que antes habíamos encontrado, nuestros científicos más brillantes se pusieron a experimentar con miles y miles de novedosas fórmulas y, sin embargo, nada, aún no hemos conseguido recuperar nuestro anhelado temor por la muerte, aún seguimos envueltos en éste indeseable velo de inmortalidad que cubre nuestros cuerpos.
Mas acabo de tener una idea, una que no imagino como antes no pudo ocurrírsele a alguien más: quizá destruyendo la piedrecilla azul que originó nuestra desdicha, todo termine. No lo sé, pero voy a averiguarlo. En este mismo instante me dirijo hacia allá, martillo en mano.

1 comentario:

  1. Si algo me da miedo de la inmortalidad, es la certeza absoluta de que el suicidio se deshecha ipso facto como la mejor arma contra el tedio.

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