LA MUERTE DEL SOL
Sé que no me creerán, que todos pensarán que sólo soy un loco más de tantos que abundan en este amanecer del siglo. Eso no me importa, al fin y al cabo, lo imprescindible es que se sepa quién es el verdadero culpable. Ahora estoy aquí, en el pabellón de los desgraciados, mañana temprano, al salir el sol, la muerte vendrá por mí en la forma de una delgada aguja que, como colmillo de serpiente, estará inflamada de veneno.
Sí, yo maté a Colette, lo he confesado muchas veces. La mano que clavó el negro cuchillo en su pecho fue mía. Fueron mis dientes quienes destrozaron su corazón aún palpitante, pero nada de eso es mi culpa, todo es obra del hombre azul. Él me obligó a que lo hiciera, me dijo que si no, el sol se moriría y la noche eterna caería sobre nosotros. Él es el verdadero culpable, vayan por él.
Mi nombre es Roderick Haywood, nací en Galveston, soy espeleólogo y, sí, debo reconocerlo, también, traficante de piezas arqueológicas. Viajé a México para explorar una profunda caverna recientemente descubierta por un conocido mío, un rival más bien, Alexander O´Shea, nieto del famoso explorador británico del mismo nombre. Él fue quien me habló de los ricos tesoros que podían hallarse en aquellas ignotas profundidades, quien vagamente me previno de cualquier intento de saqueo, alimentando con ello aún más mi desbordado interés.
En fin, llegué a México en noviembre, cuando la temporada de lluvias ha cesado y el calor de aquella tierra sudorosa es mas fácil de sobrellevar. Pasé varios días recorriendo las inmensas galerías que, debo decirlo, son en verdad impresionantes, las estalagmitas parecen punzantes cuchillos de pedernal que amenazan con cercenar en cualquier momento tu cabeza y las hileras de estalactitas parecen destinadas a colocar cráneos uno sobre otro en terrorífica columna sepulcral.
Finalmente, un día más caluroso que los otros, a eso del mediodía, creo, pues en aquellas profundidades el día y la noche son imposibles de distinguir, aparecieron, ante la amarilla luz de mi linterna, las formas de una pequeña pirámide, casi intacta, cuyos escalones inferiores desaparecían en las negras aguas que cubrían el suelo de la cueva. No era muy diferente a las que anteriormente había yo visto en mis otros viajes a México. Debía medir unos ocho metros de altura y al final de sus escalones tenía la escultura que tan frecuentemente aparece en los templos de los antiguos mexicanos, el famoso Chac Mool.
Poseído por una gran emoción, subí con rapidez la escalinata y, tras dirigirle una rápida mirada al monolito sedente, entré en el cuarto superior. O´Shea había dicho la verdad, en el fondo de aquella cámara se hallaba una estatua antropomorfa de unos dos metros de alto, muy dañada por el encierro y la humedad; sin embargo, su figura de piedra gris estaba cubierta por ricos brazaletes de oro y collares de jade, obsidiana y turquesa. Pese a todo, aquello no era lo más extraordinario, sobre su faz, la estatua portaba una hermosísima máscara de oro puro. No sin cierta dificultad, separé ésta del rostro de piedra que cubría y avancé en dirección a la salida.
Comenzaba yo a descender la escalinata del templo, cuando un aterrador grito me aturdió, provocando que la máscara dorada resbalara de mis manos y rebotara, escalón tras escalón, hasta caer en las aguas turbias que anegaban el suelo y se perdiera sin que yo pudiese hacer algo para impedirlo. Entonces, apostado sobre un montón de piedras, no muy lejos de donde yo estaba, lo ví por primera vez.
Era alto, con buen porte y una mirada que tenía algo de inhumano. De la espalda le brotaban unas largas plumas azules, mismo color que cubría el resto de su cuerpo, salvo su pie, su horrible pie siniestro, que era enjuto y amarillo, semejante al de un gallo.
Él fue quien me ordenó que lo hiciera, primero me recriminó por haberle quitado al sol su brillo, por permitir que su sagrada máscara fuera tragada por la oscuridad y luego me anunció, no sin cierta pesadumbre, que si no le entregaba al sol la vida de la persona más querida por mí, éste poco a poco se apagaría y la tierra quedaría convertida en un inerte bloque de hielo y sombras. Claro que en aquel momento pensé que me había encontrado con un desquiciado lunático, pero él me dio muestras de su poder. Me pidió que lo siguiera y, tras llegar a una estrecha galería que en su techo tenía una pequeña abertura por la que penetraba la luz solar, comenzó a cantar una extraña y triste salmodia, mientras abría los brazos en compás. Entonces la luz poco a poco se fue haciendo más débil, y, pronto, la caverna se halló inmersa en la más profunda oscuridad. Enseguida, el hombre azul me entregó un sonriente cuchillo de pedernal que guardaba en un pequeño bolso de cuero sin curtir que colgaba de su hombro y me dijo, con esa voz cavernosa que jamás olvidaré, que con aquel artefacto tenía que terminar con la vida del infortunado ser que debía ofrendar al sol. Paralizado por el horror, tomé el instrumento que el extraño personaje me ofrecía y, en cuanto pude, abandoné la terrible gruta.
Dos días después, estaba de vuelta en Galveston y, al ver a mi mujer de nueva cuenta, quien por cierto me recibió cariñosa y llena de alegría, me decidí a no contarle nada de los extraños sucesos que habían ocurrido durante mi viaje, pues temía no tanto que no me creyese, sino que su impresionable carácter pudiera ser perturbado por sucesos tan extravagantes.
Con el pasar de los días, mi espíritu poco a poco recobró su paz y llegué a pensar que la extraña aparición no había sido mas que el producto de mi imaginación exaltada por aquellas misteriosas ruinas y el aire viciado de la cueva. El grotesco cuchillo de pedernal, supuse, era el único tesoro que mi ánimo exaltado se había atrevido a sustraer de aquel templo abominable.
Mas una noche, mis ojos se abrieron asustados en la penumbra de la habitación, un torrente sudoroso caía sobre mi frente y, entonces, al dirigir mi mirada al umbral de la puerta, lo ví una vez más. Allí estaba, inmóvil, observándome con sus ojos luzbélicos. Intenté despertar a Colette, pero ésta, pese a mis numerosos intentos, continuaba durmiendo profundamente.
- “El sol se morirá, el sol se morirá” – repitió el hombre azul infinidad de veces, atormentándome con el horror en que el mundo se sumiría si yo no le entregaba al astro la víctima que a gritos éste me pedía.
Elevando al techo de mi cuarto un grito atroz, me desperté, siendo inmediatamente recibido por los tersos brazos de Colette. Quien con sus caricias y besos intentó calmarme.
- Fue sólo una pesadilla, querido, todo se encuentra bien.
Al avanzar el día, me tranquilicé, pensando que efectivamente sólo había sido un mal sueño y nada más. Pero el gusto no me duró mucho, pues noche tras noche, siempre aparecía ante la puerta de mi cuarto aquel ente terrible. A veces era un colibrí, a veces un enano y a veces una serpiente de fuego, pero su voz, con la que profería sus terribles amenazas, invariablemente era la misma.
Además, con cada nuevo día, la luz del sol me comenzó a parecer más tenue, más apagada, y las sombras, cada vez más densas, no dejaban de susurrarme al oído que todo aquello no era sino por causa mía. Así, poco a poco fue adueñándose de mí ánimo, antes escéptico, la certidumbre de que si yo no le ofrecía el sol el sacrificio que me era demandado, éste moriría a causa de mi falta en aquella caverna maldita.
Pasaron varios días sin que el sol iluminara la mañana con sus poderosos rayos y el monótono firmamento gris no cesó de mancharse de lluvia y granizo. ¿Cuántos? No sé, pudieron ser cuatro, ocho, diez; o quizás sólo fue uno, pero para mi mente turbada aquel atisbo del funesto porvenir fue decisivo. Entonces, lo decidí, no podía demorarme más, el destino del mundo estaba en mis manos y sólo yo, sacrificando lo más caro para mí, podría salvar al planeta entero de la inminente catástrofe.
Una noche, mientras mi esposa dormía, abrí el cajón que contenía el siniestro cuchillo negro que me había sido entregado por el extraño hombre celeste. Al contemplar el grotesco rostro empotrado en la piedra fría, me estremecí, y pensé en deshacerme de aquel artefacto diabólico de una vez y para siempre. Incluso abrí la ventana, dispuesto a lanzarlo lejos, muy lejos de mis temblorosas manos y así librarme de aquella indeseable carga, mas un vívido terror me contuvo y la cavernosa voz del hombre azul volvió a escucharse en mis oídos. Sus amenazas resonaron en mis tímpanos como truenos implacables, como furiosas olas volcándose sobre un barco perdido en medio de una tempestad. Entonces, sin reticencias ni escrúpulos, anulada ya mi voluntad, volví sobre mis pasos y, sosteniendo en el aire la brutal arma de piedra, miré, por un instante, el feliz cuerpo que tendido en el lecho soñaba con placidez. Dejando escapar un aullido tremendo clavé el arma sonriente en el inerme pecho de mi amada Colette.
A quien lea esto, no le pido compasión, ni que intente interceder por mí, pues mi crimen no merece otra cosa que el atroz castigo que voy a recibir. Lo único que deseo es que se sepa la verdad, que yo sólo fui el instrumento de una mente maligna que se oculta en las sombras y arruina la vida de los infortunados con quienes se topa. Por eso, le pido a las autoridades que encuentren al hombre azul, que lo saquen arrastrando de su cueva y lo hagan pagar, como pronto lo haré yo, por sus acciones infames.
FIN
jueves, 17 de febrero de 2011
lunes, 13 de diciembre de 2010
Graciosa Ninfa
Fuiste tú ¡Oh graciosa Ninfa!
mi adorada musa en más de una ocasión.
Envolviste mi ser en tu velo celestial
Llenaste mi vida con tu resplandor solar
Preciosa deidad de oscuro corazón
la vida pasas sin propia reflexión
sola en el mundo estás
llena de hastío por tornasol vereda vas
La negrura de la noche te está cubriendo ya
Cansada de placeres y aventura estás
Pérdida en el vacío quieres el abismo remontar
Pero tu gloria de otros días se ha ido ya.
De mi anhelante mano corres al revés,
Sin pensar que lo que persiguiendo vas
Quizá, sólo quizá
Un día yo te lo pude dar.
mi adorada musa en más de una ocasión.
Envolviste mi ser en tu velo celestial
Llenaste mi vida con tu resplandor solar
Preciosa deidad de oscuro corazón
la vida pasas sin propia reflexión
sola en el mundo estás
llena de hastío por tornasol vereda vas
La negrura de la noche te está cubriendo ya
Cansada de placeres y aventura estás
Pérdida en el vacío quieres el abismo remontar
Pero tu gloria de otros días se ha ido ya.
De mi anhelante mano corres al revés,
Sin pensar que lo que persiguiendo vas
Quizá, sólo quizá
Un día yo te lo pude dar.
miércoles, 24 de noviembre de 2010
COMO LA NIEVE ANTE EL SOL
Al comienzo del invierno,
Y el frío amenaza con volverse eterno
Entre los árboles helados,
Sueles volver a aparecer
Tímida y silenciosa
Como una ninfa, una sirena
Te acercas, me miras
Reímos los dos
Entonces me engañas, Me abrazas
Me haces creer que todo esta bien
Que estás cerca, presente
Que late junto a mí tu corazón
Y de pronto, como en un sueño
Tu presencia se evapora
Se entierra, se olvida
Como la nieve ante el sol.
Y el frío amenaza con volverse eterno
Entre los árboles helados,
Sueles volver a aparecer
Tímida y silenciosa
Como una ninfa, una sirena
Te acercas, me miras
Reímos los dos
Entonces me engañas, Me abrazas
Me haces creer que todo esta bien
Que estás cerca, presente
Que late junto a mí tu corazón
Y de pronto, como en un sueño
Tu presencia se evapora
Se entierra, se olvida
Como la nieve ante el sol.
martes, 2 de noviembre de 2010
NO DEBES TENER MIEDO
- No debes tener miedo.
Sin embargo, cómo lograrlo cuando la noche transcurre de forma tan lenta, tan angustiosa. Mientras la oscuridad se adueña de todo tu cuarto y lo transforma en la más profunda de las cuevas. Escuchas cómo la madera en el techo cruje y no puedes sino imaginar que un ominoso ser reptante se aproxima, caminando sobre las paredes, hacia tu cama. Te atreves a sacar la cabeza de entre la montaña de cobijas que te cubre y miras el despertador, apenas son las tres.
- “Debes ser valiente, como tu hermano”.
Sí, míralo, roncando risueñamente, mientras tu estás allí, oculto y temeroso, pensando que en cualquier momento la niña del cuadro, la que está de espaldas, volteará sus ojos de Gorgona hacia ti y te convertirá en piedra.
- “Los monstruos y los fantasmas, no existen, están sólo en tu imaginación”.
¿Cómo creerlo, cuando de cada rincón de tu cuarto surgen figuras horrendas, con múltiples cabezas y miles de tentáculos?
- “Sólo era un actor con maquillaje, no una momia de verdad”.
Sí, pero, ¿como evitar pensar que en el momento en que saques la cabeza, su mano llena de pústulas no estará allí, lista para llevarte al mundo de los muertos?
- “No debes tener miedo”.- repites.
Vuelves a mirar el reloj, las cuatro, falta mucho para que el sol salga y sus rayos dorados disipen la densa oscuridad que ha tomado por asalto, tus juguetes, tus libros y tus historietas.
- “No despiertes a tu hermano, que mañana hay escuela”.
¿Pero cómo no hacerlo cuando tras la persiana cerrada se escuchan los atroces pasos de un demonio?
- Es un tlacuache, imbécil.- te gritan con voz furiosa.
Entonces te ocultas en la profundidad de aquel mundo de cobijas, te tapas los oídos buscando evitar que te alcancen las voces de los muertos. Te dan ganas de ir al baño, pero no te atreves a pararte. El enorme espejo que está frente al lavabo te aterra y temes que, aprovechando la oscuridad, algún duende emerja de su pulida superficie y te lleve, contra tu voluntad, a su mundo del revés.
- “No debes tener miedo”.
Pero sabes bien que, por más que te lo repitas, éste no te va a abandonar, que se convertirá en tu más fiel compañero, al menos hasta que amanezca y recobre el mundo su alegría. Entre tanto, no puedes hacer nada, sino ocultarte bajo las cobijas y esperar que los seres de la oscuridad no te encuentren, al menos por esa noche. FIN
Cuento escrito por mí en 2007.
Sin embargo, cómo lograrlo cuando la noche transcurre de forma tan lenta, tan angustiosa. Mientras la oscuridad se adueña de todo tu cuarto y lo transforma en la más profunda de las cuevas. Escuchas cómo la madera en el techo cruje y no puedes sino imaginar que un ominoso ser reptante se aproxima, caminando sobre las paredes, hacia tu cama. Te atreves a sacar la cabeza de entre la montaña de cobijas que te cubre y miras el despertador, apenas son las tres.
- “Debes ser valiente, como tu hermano”.
Sí, míralo, roncando risueñamente, mientras tu estás allí, oculto y temeroso, pensando que en cualquier momento la niña del cuadro, la que está de espaldas, volteará sus ojos de Gorgona hacia ti y te convertirá en piedra.
- “Los monstruos y los fantasmas, no existen, están sólo en tu imaginación”.
¿Cómo creerlo, cuando de cada rincón de tu cuarto surgen figuras horrendas, con múltiples cabezas y miles de tentáculos?
- “Sólo era un actor con maquillaje, no una momia de verdad”.
Sí, pero, ¿como evitar pensar que en el momento en que saques la cabeza, su mano llena de pústulas no estará allí, lista para llevarte al mundo de los muertos?
- “No debes tener miedo”.- repites.
Vuelves a mirar el reloj, las cuatro, falta mucho para que el sol salga y sus rayos dorados disipen la densa oscuridad que ha tomado por asalto, tus juguetes, tus libros y tus historietas.
- “No despiertes a tu hermano, que mañana hay escuela”.
¿Pero cómo no hacerlo cuando tras la persiana cerrada se escuchan los atroces pasos de un demonio?
- Es un tlacuache, imbécil.- te gritan con voz furiosa.
Entonces te ocultas en la profundidad de aquel mundo de cobijas, te tapas los oídos buscando evitar que te alcancen las voces de los muertos. Te dan ganas de ir al baño, pero no te atreves a pararte. El enorme espejo que está frente al lavabo te aterra y temes que, aprovechando la oscuridad, algún duende emerja de su pulida superficie y te lleve, contra tu voluntad, a su mundo del revés.
- “No debes tener miedo”.
Pero sabes bien que, por más que te lo repitas, éste no te va a abandonar, que se convertirá en tu más fiel compañero, al menos hasta que amanezca y recobre el mundo su alegría. Entre tanto, no puedes hacer nada, sino ocultarte bajo las cobijas y esperar que los seres de la oscuridad no te encuentren, al menos por esa noche. FIN
Cuento escrito por mí en 2007.
jueves, 21 de octubre de 2010
Los Guardianes del Mayab
Bueno, pues este es el planteamiento general del proyecto de serie animada que estoy desarrollando para mi tesis de maestría. La idea fue concebida originalmente en 2005, aunque este trabajo data de 2008. Sin embargo, después de ver la película "Brijes", recientemente en cartelera, me di cuenta de las perturbadoras similitudes que existen entre ambos conceptos, si alguien ha visto la peícula o al menos la publicidad de la misma, me gustaría conocer su opinión al respecto.
PLANTEAMIENTO GENERAL
Los habitantes de las selvas del Mayab se visten de gala para recibir a Balam, Chik y Teek, quienes guiados por Kuk, el quetzal, han sido designados par proteger al mundo de la devastación causada por el ambicioso empresario Ángelo Megápulos, el cual no sólo ha puesto en peligro al mundo a causa de su desmedida hambre de riqueza, sino también por su oscura alianza con un ancestral demonio llamado Akbal, el cual, de escapar de la prisión en la que ha estado encerrado por siglos, traerá un incontenible círculo de destrucción.
Balam, el jaguar, ha sido dotado por el sol de una fuerza titánica, que aunada a sus agudos sentidos y afiladas garras le permitirán derrotar a cuantos adversarios se enfrente. Es el líder del grupo, es valiente y astuto, pero también demasiado impulsivo y orgulloso.
Chik, una coatí, ha recibido de la luna el don de dar fertilidad a la tierra, haciendo crecer, por donde quiera que pasa, todo tipo de plantas, las cuales le auxiliaran cuando lo necesite y le permitirán reverdecer las áreas destruidas por el hombre o por el fuego. Es sumamente inteligente y espiritual, y aunque aparenta ser un tanto ruda, en el fondo es tierna y cariñosa.
Teek, el manatí, ha recibido del mar el don de controlar las aguas y el poder de comunicarse con los seres que habitan en ella. Es muy bromista y alegre, aunque también algo torpe y holgazán.
Los Guardianes del Mayab lucharán por evitar que Megápulos y sus malvados secuaces, el cruel mercenario Donald Drake, y el misterioso Dr. Pesadilla, logren llevar a buen puerto sus oscuros planes. Así pues, ya sea enfrentando a villanos sin escrúpulos, salvando animales en peligro de extinción, o luchando contra demonios ancestrales, este trío de guerreros estará siempre en pie de lucha, mostrándonos también, a lo largo de sus aventuras, aspectos de la cultura maya y dándonos algunos consejos sobre como proteger nuestro planeta.
PLANTEAMIENTO GENERAL
Los habitantes de las selvas del Mayab se visten de gala para recibir a Balam, Chik y Teek, quienes guiados por Kuk, el quetzal, han sido designados par proteger al mundo de la devastación causada por el ambicioso empresario Ángelo Megápulos, el cual no sólo ha puesto en peligro al mundo a causa de su desmedida hambre de riqueza, sino también por su oscura alianza con un ancestral demonio llamado Akbal, el cual, de escapar de la prisión en la que ha estado encerrado por siglos, traerá un incontenible círculo de destrucción.
Balam, el jaguar, ha sido dotado por el sol de una fuerza titánica, que aunada a sus agudos sentidos y afiladas garras le permitirán derrotar a cuantos adversarios se enfrente. Es el líder del grupo, es valiente y astuto, pero también demasiado impulsivo y orgulloso.
Chik, una coatí, ha recibido de la luna el don de dar fertilidad a la tierra, haciendo crecer, por donde quiera que pasa, todo tipo de plantas, las cuales le auxiliaran cuando lo necesite y le permitirán reverdecer las áreas destruidas por el hombre o por el fuego. Es sumamente inteligente y espiritual, y aunque aparenta ser un tanto ruda, en el fondo es tierna y cariñosa.
Teek, el manatí, ha recibido del mar el don de controlar las aguas y el poder de comunicarse con los seres que habitan en ella. Es muy bromista y alegre, aunque también algo torpe y holgazán.
Los Guardianes del Mayab lucharán por evitar que Megápulos y sus malvados secuaces, el cruel mercenario Donald Drake, y el misterioso Dr. Pesadilla, logren llevar a buen puerto sus oscuros planes. Así pues, ya sea enfrentando a villanos sin escrúpulos, salvando animales en peligro de extinción, o luchando contra demonios ancestrales, este trío de guerreros estará siempre en pie de lucha, mostrándonos también, a lo largo de sus aventuras, aspectos de la cultura maya y dándonos algunos consejos sobre como proteger nuestro planeta.
miércoles, 13 de octubre de 2010
BAJO LA CRUZ
Ellos lo llamaron Bartolomé de la Cruz, sin embargo, antes de que éstos llegaran de muy lejos, mucho más allá de donde la arena y las rocas se enfrentan día tras día y noche tras noche a la inmensa furia del mar, ya tenía un nombre, Nahui Ocelotl, Cuatro Ocelote.
Muchos años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos torvos y lengua serpentina, que trae consigo la lluvia, tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus preciosas lágrimas, que fulmina con el implacable rayo.
Durante muchos años ofició las fastuosas ceremonias en que los corazones de infortunados hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcallan, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el perfumado humo del copal y las fervientes plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de amarillenta sequedad.
Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las ceremonias que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables ancianos hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, cómo a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra más dura, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos.
Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe, no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre y su tez morena se ha vuelto gris como la ceniza, pues ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes largos y sencillos, de rostro cansado y semblante benevolente que tratan de convencerle, sin hasta el momento lograrlo, de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no existe, y de que si alguna vez éste vivió, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal y del pecado.
Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz, y como tal han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, sobre las altas y sombrías paredes de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor.
Su rostro está desfigurado, sus manos carcomidas por el fuego y sus pies ya no pueden sostenerlo más. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las gruesas paredes que lo asfixian, los campos se cubren de podridos cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes majestuosos y verdes como el jade, muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, como manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen tristes esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una blanca gota de leche que darle a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos y quebrados.
Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado.
*****
La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos por la ausencia de lluvia, muchos de ellos muy queridos para él.
En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, Cuatro Ocelote decide acercarse a la enorme cruz que está colocada sobre su cabeza, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera inerte puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar?
Sin embargo, un momento después, su mente se llena de luz y, envuelto por la pasión, Cuatro Ocelote se arrodilla ante la cruz.
La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre de opacas y largas ropas, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión.
Esa misma tarde Bartolomé es liberado de su lúgubre prisión, camina lentamente, con mucha dificultad, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus lacerados pies. Una nueva vida parece inundar sus venas al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella horrenda mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se inunda de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad, una vez más.
*****
A la mañana siguiente, muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su venerado dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera que, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su oscuro calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa con sus ojos viejos y gastados, son pocos, y más que hombres, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos con impaciencia anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su cerrazón a escuchar las palabras de aquellos mucho más sabios que él. Que ahora que había decidido abrir su corazón a la verdadera fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados.
*****
Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de oscuras nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños saltan y bailan felices bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus desdentadas bocas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas.
Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales.
- Por fin han aprendido éstos salvajes brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia.- dice el cruel guerrero de la armadura centellante.
- No debeís culparlos, -afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas que brotan de sus ojos con la desteñida manga de su sotana- a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de seguir el camino de la luz.
Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que, tras la delgada capa de cuero que lo recubre, contiene una singular estatuilla de piedra, de colmillos torvos y lengua serpentina y que, más allá, bajo las colosales montañas que circundan los campos y el lago salado, en desconocidas y profundas cuevas, se han hecho ya, los requeridos sacrificios ancestrales. FIN
Muchos años sirvió Cuatro Ocelote al dios de colmillos torvos y lengua serpentina, que trae consigo la lluvia, tan venerado como temido, pues lo mismo bendice las cosechas con sus preciosas lágrimas, que fulmina con el implacable rayo.
Durante muchos años ofició las fastuosas ceremonias en que los corazones de infortunados hombres llegados de las blancas ciudades de la costa o bien de la amurallada Tlaxcallan, servían de alimento a la deidad, quien a cambio de la sangre de los prisioneros, el perfumado humo del copal y las fervientes plegarias de sus devotos sacerdotes, hacía atronar el cielo y daba nueva vida a un mundo que parecía destinado a morirse de amarillenta sequedad.
Ahora, todo es distinto, Cuatro Ocelote ya no dirige las ceremonias que largo tiempo atrás aprendió a oficiar en el Calmécac, de la mano de venerables ancianos hechiceros que conocían muchos de los más inescrutables secretos de los dioses. Es torturado, tanto al amanecer, cómo a la caída del sol, por hombres de tez de estuco y ojos de turquesa, enfundados en corazas mil veces más impenetrables que la piedra más dura, domadores de bestias tan terribles como las que habitan en lo más profundo del mundo de los muertos.
Cuatro Ocelote ha perdido su fuerza, casi no come y la poca agua que recibe, no le sirve más que para humedecer un poco sus labios resquebrajados. Su vista cada día es más pobre y su tez morena se ha vuelto gris como la ceniza, pues ya casi ha olvidado el aspecto del sol. De vez en cuando lo visitan hombres vestidos con ropajes largos y sencillos, de rostro cansado y semblante benevolente que tratan de convencerle, sin hasta el momento lograrlo, de que toda su vida ha estado equivocado, de que el dios al que tantos años de su vida le dedicó, no existe, y de que si alguna vez éste vivió, no era una deidad, sino un ente perverso enviado por la oscuridad para entenebrecer su mente y llevarlo por la senda del mal y del pecado.
Ellos afirman que no hay otro camino que la cruz, y como tal han colocado una, de gran tamaño, hecha de madera labrada, sobre las altas y sombrías paredes de su calabozo. Mas él se empeña en llamarse a sí mismo con el nombre con que lo ha hecho desde su nacimiento, se niega a hacer lo que aquellos hombres con rostro de cera le dicen. Por eso lo torturan, lo queman, lo perforan. Ellos quieren obligarle a creer en que en su ley traída más allá del mar está la verdad del mundo, pero él no lo acepta, no es capaz de entender aquello que atenta contra lo que nítidamente percibe a su alrededor.
Su rostro está desfigurado, sus manos carcomidas por el fuego y sus pies ya no pueden sostenerlo más. Mientras tanto, afuera, mucho más allá de las gruesas paredes que lo asfixian, los campos se cubren de podridos cuerpos de conejos y guajolotes, de venados y perros. Los árboles, antes majestuosos y verdes como el jade, muestran al cielo sus largas ramas sin hojas, como manos descarnadas. Los pocos hombres que perviven parecen tristes esqueletos danzantes y las mujeres ya no tienen ni una blanca gota de leche que darle a sus famélicos hijos, pues sus pechos están secos y quebrados.
Si tan sólo lo dejaran ir, si tan sólo le permitieran abandonar por un día su celda y ofrendar al dios de la lluvia lo que es debido, el agua se precipitaría en cascada desde el cielo. Pero ellos no harán tal cosa, no cesarán en su empeño de alejarlo de todo lo que sabe, de todo lo que el cosmos le ha enseñado.
*****
La sequía sigue su obra, la hambruna lo domina todo, Bartolomé de la Cruz, Cuatro Ocelote, está desesperado, noche tras noche, sueña con los rostros de los muertos por la ausencia de lluvia, muchos de ellos muy queridos para él.
En una ocasión, tras despertarse abrumado por el calor del verano, Cuatro Ocelote decide acercarse a la enorme cruz que está colocada sobre su cabeza, la mira largo tiempo. ¿Cuál es el secreto que encierra? ¿Cómo es que ese trozo de madera inerte puede ofrecerle a su pueblo la salvación de la tragedia que inclemente lo persigue? ¿Cómo puede hacerle olvidar al dios que sus ancestros le enseñaron a adorar?
Sin embargo, un momento después, su mente se llena de luz y, envuelto por la pasión, Cuatro Ocelote se arrodilla ante la cruz.
La mañana siguiente, al ser visitado por el hombre de la armadura resplandeciente y el hombre de opacas y largas ropas, éstos lo encuentran venerando con fervor el símbolo de Cristo. El verdugo se muestra complacido de lo que sus técnicas de persuasión son capaces de lograr, mientras el religioso se conmueve hasta las lágrimas por la milagrosa conversión.
Esa misma tarde Bartolomé es liberado de su lúgubre prisión, camina lentamente, con mucha dificultad, ayudado por un grueso bastón de madera que le sirve de apoyo a sus lacerados pies. Una nueva vida parece inundar sus venas al salir al aire, tan fresco, tan limpio, tan distinto al hedor inmundo de aquella horrenda mazmorra. Al contemplar el sol, su rostro se inunda de lágrimas, pues no puede contener la enorme dicha de verlo, tras tantos años de oscuridad, una vez más.
*****
A la mañana siguiente, muy temprano, Bartolomé de la Cruz se dirige hacia las ruinas del templo de quien antes fuera su venerado dios y sobre lo que fue su altar coloca la inmensa cruz de madera que, ayudado por dos jóvenes compatriotas suyos, ha traído desde su oscuro calabozo. Poco a poco, un grupo de hombres enjutos, cubiertos de polvo y de miseria, comienza a reunirse en torno suyo. Bartolomé los observa con sus ojos viejos y gastados, son pocos, y más que hombres, parecen ramas secas. Entonces, auxiliado por su grueso bastón, se incorpora y, con una voz tan fuerte como el relámpago que todos con impaciencia anhelan, les anuncia que el fin de su infortunio se aproxima, que la desgracia que ha caído sobre de ellos está por concluir, que todo era un castigo por haberse negado a ver lo que sus ojos y su corazón con tanta evidencia le mostraban, por su cerrazón a escuchar las palabras de aquellos mucho más sabios que él. Que ahora que había decidido abrir su corazón a la verdadera fe, el cielo dejaría de castigarlos y les daría todos los frutos que tan cruelmente les habían sido negados.
*****
Pocos días después, el cielo ruge y el pueblo entero se llena de felicidad al sentir la frescura que el cielo tapizado de oscuras nubes derrama sobre los campos sedientos. Los niños saltan y bailan felices bajo la lluvia, las mujeres lloran de júbilo y los ancianos, colmados de perplejidad, abren sus desdentadas bocas a la salvación que, desde las alturas, se precipita sobre sus cabezas.
Mientras presencia el milagro, Bartolomé le ordena a su gente postrarse ante la cruz y, al tiempo que esto ocurre, les habla de la imperiosa necesidad de abrazar la fe de los recién llegados y de olvidar sus costumbres ancestrales.
- Por fin han aprendido éstos salvajes brutos que no les queda otro camino que el de la obediencia.- dice el cruel guerrero de la armadura centellante.
- No debeís culparlos, -afirma el hombre del crucifijo, secándose las lágrimas que brotan de sus ojos con la desteñida manga de su sotana- a causa de sus ídolos horrendos, no habían tenido ocasión de seguir el camino de la luz.
Lo que los extranjeros no saben, y quizá nunca sabrán, es que enterrado bajo la cruz yace un pequeño bulto que, tras la delgada capa de cuero que lo recubre, contiene una singular estatuilla de piedra, de colmillos torvos y lengua serpentina y que, más allá, bajo las colosales montañas que circundan los campos y el lago salado, en desconocidas y profundas cuevas, se han hecho ya, los requeridos sacrificios ancestrales. FIN
lunes, 4 de octubre de 2010
La Última Noche
Antes esto no era así, Miguelito, vivíamos en ciudades llenas de torres altísimas y casas inmensas. Era peor que vivir en un hormiguero, seguro que sí, pero al menos estábamos seguros. Yo no se tú, Miguelito, pero yo no me siento a salvo aquí, esta piel no cubre mis pies del frío y cada noche siento más cerca su aliento. Ahora sí ya viene por nosotros, Miguelito, esta vez no la vamos a librar.
No me mires así, quién sabe, igual y a tí no te haga nada, te pareces a él, tiene tus mismos ojos y tu misma cara, aunque él es mucho más grande y no es bueno como tú.
- ¿Quieres que te cuente como paso todo, verdad Miguelito?
- …..
- Ya sé, ya te lo he contado muchas veces, pero si te lo cuento de nuevo, la noche no se nos hará tan larga.
Fue hace mucho, Miguelito, en tiempos de los abuelos. Ellos dividían sus días en horas, minutos y segundos, no como yo, que sólo me guío por la luz del sol y el fulgor de las estrellas. Ellos tenían cosas, vehículos creo que los llamaban, que los podían transportar rapidísimo de un lugar a otro, podían volar e incluso llegar hasta la luna. Pero no eran felices, Miguelito, se odiaban los unos a los otros y entonces vino la gran guerra. Por supuesto que no era la primera, había habido muchas otras antes, pero ninguna como esa.
Las ciudades, esas grandes y hermosas ciudades de las que te he hablado tanto, fueron destruidas, una por una, Miguelito, y no quedó nada de ellas, ni siquiera un solo edificio que nos permitiera recordar tiempos mejores.
- ¿Qué fue eso? ¿Es él, verdad?
- …..
- Sólo es el viento, parece.
Pues como te iba diciendo, Miguelito, una vez que la gran guerra terminó, sólo quedaba vivo uno de cada cinco hombres de los que antes había, fue entonces que se formó un Consejo de Eminencias. Ellos determinaron que era tiempo de que las naciones y los estados dejaran de existir y que desde ese día viviéramos en pequeñas aldeas de no más de mil habitantes, muy separadas unas de otras, para evitar que nuevas guerras pusieran en riesgo a nuestro planeta y a nuestra especie.
Por un tiempo todo funcionó muy bien, Miguelito, todos trabajaban igual y disfrutaban de las mismas cosas, pero un día todo cambió. Alguien se puso a comparar el trabajo que hacía con el de su vecino y le pareció que éste se esforzaba menos y que eso no era justo. Comenzó a haber inconformes, no sólo en esa aldea, sino en muchas, quizás en todas las del mundo. Volvieron las guerras, Miguelito, y pronto ya casi no quedaba gente.
Para evitar nuevas confrontaciones, el Consejo decidió que los sobrevivientes vivieran en clanes, muy alejados unos de otros, y que el más anciano de cada clan fuera quien los dirigiera a todos. Y por un tiempo funcionó, Miguelito, todos aceptaron el liderazgo del más viejo, porque era quien tenía mayor experiencia y conocía mejor las trampas y los peligros que podían asecharlos. Pero la tranquilidad, Miguelito, no podía durar demasiado, y alguien, un joven impetuoso, seguramente, pensó: “¿Por qué un anciano decrépito va a mandarme a mí, que soy cinco veces más ágil y fuerte que él?”
Y así ocurrió, Miguelito, los miembros de los clanes comenzaron a pelearse unos con otros y entonces, al cabo de unos cuantos años, no quedábamos más que un puñado de hombres y mujeres, que, sin que mediara ningún Consejo, pues éste, hacía ya muchos años que no existía, decidimos vivir en la más completa soledad, saliendo al encuentro con los otros sólo en la primavera, cuando ésta cubre los campos con flores y aromas que nos lanzan al amor.
Cuando yo era joven, estos contactos sucedían todos los años y los niños nacían en suficiente número para asegurar la continuidad de nuestra especie, Miguelito, pero poco a poco nos empezamos a ver menos, pues en los escasos momentos en que hombres y mujeres nos encontrábamos, también nos empezábamos a pelear, “que si yo la quiero a ella, que si ella quiere a otro”, el caso es que siempre terminábamos enemistados.
- …..
- Ojalá pudiera entenderte, Miguelito, pero no puedo, tu voz me resulta demasiado extraña. Quizás algún día yo llegue a comprender tu idioma y entonces nos pasaremos las noches conversando, y no te aburriré con mis historias viejas.
- …..
- Hace mucho tiempo que no veo a otro como yo, Miguelito, tanto, que a veces pienso que soy el último hombre sobre la faz de la tierra.
- …..
- ¿Qué pasa Miguelito, por qué te pones así?
- …..
- Es él, ¿verdad?
- …..
- Sí, allí está, puedo ver sus horribles ojos brillando en la oscuridad.
- …..
- Se está acercando, pronto pondrá sus afilados colmillos sobre mi cuerpo y mañana seré el postre de las aves que gustan de comer carne podrida.
- …..
- Corre, Miguelito, no dejes que te atrape, yo tomaré un tronco o una piedra y trataré de defenderme, pero, por lo que más quieras, vete de aquí. No quiero que te pase nada.
FIN
No me mires así, quién sabe, igual y a tí no te haga nada, te pareces a él, tiene tus mismos ojos y tu misma cara, aunque él es mucho más grande y no es bueno como tú.
- ¿Quieres que te cuente como paso todo, verdad Miguelito?
- …..
- Ya sé, ya te lo he contado muchas veces, pero si te lo cuento de nuevo, la noche no se nos hará tan larga.
Fue hace mucho, Miguelito, en tiempos de los abuelos. Ellos dividían sus días en horas, minutos y segundos, no como yo, que sólo me guío por la luz del sol y el fulgor de las estrellas. Ellos tenían cosas, vehículos creo que los llamaban, que los podían transportar rapidísimo de un lugar a otro, podían volar e incluso llegar hasta la luna. Pero no eran felices, Miguelito, se odiaban los unos a los otros y entonces vino la gran guerra. Por supuesto que no era la primera, había habido muchas otras antes, pero ninguna como esa.
Las ciudades, esas grandes y hermosas ciudades de las que te he hablado tanto, fueron destruidas, una por una, Miguelito, y no quedó nada de ellas, ni siquiera un solo edificio que nos permitiera recordar tiempos mejores.
- ¿Qué fue eso? ¿Es él, verdad?
- …..
- Sólo es el viento, parece.
Pues como te iba diciendo, Miguelito, una vez que la gran guerra terminó, sólo quedaba vivo uno de cada cinco hombres de los que antes había, fue entonces que se formó un Consejo de Eminencias. Ellos determinaron que era tiempo de que las naciones y los estados dejaran de existir y que desde ese día viviéramos en pequeñas aldeas de no más de mil habitantes, muy separadas unas de otras, para evitar que nuevas guerras pusieran en riesgo a nuestro planeta y a nuestra especie.
Por un tiempo todo funcionó muy bien, Miguelito, todos trabajaban igual y disfrutaban de las mismas cosas, pero un día todo cambió. Alguien se puso a comparar el trabajo que hacía con el de su vecino y le pareció que éste se esforzaba menos y que eso no era justo. Comenzó a haber inconformes, no sólo en esa aldea, sino en muchas, quizás en todas las del mundo. Volvieron las guerras, Miguelito, y pronto ya casi no quedaba gente.
Para evitar nuevas confrontaciones, el Consejo decidió que los sobrevivientes vivieran en clanes, muy alejados unos de otros, y que el más anciano de cada clan fuera quien los dirigiera a todos. Y por un tiempo funcionó, Miguelito, todos aceptaron el liderazgo del más viejo, porque era quien tenía mayor experiencia y conocía mejor las trampas y los peligros que podían asecharlos. Pero la tranquilidad, Miguelito, no podía durar demasiado, y alguien, un joven impetuoso, seguramente, pensó: “¿Por qué un anciano decrépito va a mandarme a mí, que soy cinco veces más ágil y fuerte que él?”
Y así ocurrió, Miguelito, los miembros de los clanes comenzaron a pelearse unos con otros y entonces, al cabo de unos cuantos años, no quedábamos más que un puñado de hombres y mujeres, que, sin que mediara ningún Consejo, pues éste, hacía ya muchos años que no existía, decidimos vivir en la más completa soledad, saliendo al encuentro con los otros sólo en la primavera, cuando ésta cubre los campos con flores y aromas que nos lanzan al amor.
Cuando yo era joven, estos contactos sucedían todos los años y los niños nacían en suficiente número para asegurar la continuidad de nuestra especie, Miguelito, pero poco a poco nos empezamos a ver menos, pues en los escasos momentos en que hombres y mujeres nos encontrábamos, también nos empezábamos a pelear, “que si yo la quiero a ella, que si ella quiere a otro”, el caso es que siempre terminábamos enemistados.
- …..
- Ojalá pudiera entenderte, Miguelito, pero no puedo, tu voz me resulta demasiado extraña. Quizás algún día yo llegue a comprender tu idioma y entonces nos pasaremos las noches conversando, y no te aburriré con mis historias viejas.
- …..
- Hace mucho tiempo que no veo a otro como yo, Miguelito, tanto, que a veces pienso que soy el último hombre sobre la faz de la tierra.
- …..
- ¿Qué pasa Miguelito, por qué te pones así?
- …..
- Es él, ¿verdad?
- …..
- Sí, allí está, puedo ver sus horribles ojos brillando en la oscuridad.
- …..
- Se está acercando, pronto pondrá sus afilados colmillos sobre mi cuerpo y mañana seré el postre de las aves que gustan de comer carne podrida.
- …..
- Corre, Miguelito, no dejes que te atrape, yo tomaré un tronco o una piedra y trataré de defenderme, pero, por lo que más quieras, vete de aquí. No quiero que te pase nada.
FIN
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