jueves, 11 de octubre de 2012

La Mano en el Yeso

Este es un breve relato sin puntuación al estilo del Ulises de James Joyce. Fue escrito en mayo pasado.
Siento frío en los pies abro los ojos todo está oscuro todavía la maldita noche no termina mejor que no termine mañana la escuela los perros la mano en el yeso pero mejor que si termine las sombras eso de allá qué es parece una silueta la forma de un monstruo cric-crac el techo de madera de la sala cruje algo podría estar caminando sobre él un lagarto gigante por ejemplo pero mejor que no termine el camino a la escuela no me gusta esos perros ladrando siempre detrás de esa reja oxidada si debe de ser uno de esos lagartos que vi en la televisión el otro día que son grandes como un coche y comen caballos pero no solo son los perros también odio esa puerta verde alta como la de una cárcel y si el lagarto viene hacia acá pero no ya no se oye nada ya no se oye cric-crac de todos modos no sería peor que estar ahí adentro horas y horas entre cuatro paredes rodeado de desconocidos casi todos más grandes que yo me desagradan sus caras pecosas sus ojos color de agua de charco sus pelos parados como si fueran de paja y sus barrigotas llenas de grasa y si el lagarto me toca con su lengua babosa no que horror ya no cruje la madera quizá se ha ido levanto la cabeza miro otra vez el reloj diez para las cuatro todavía falta mucho para que salga el sol no podré soportarlo pero es mejor así tampoco quiero que venga a despertarme mi mamá y me diga que ya es hora de ir a la escuela y esas niñas con sus caras largas todas pálidas se sienten muy bonitas y ni quien las pele todas igualitas todas feas pero tampoco me gusta esta oscuridad algo se escucha en el jardín un aullido o un grito quizás es un lobo esperando comerme o quizás otra cosa peor una de esas momias como las de la película del otro día con muchas vendas que les cubren la carne negra y podrida quieren atraparte para llevarte con ellas al mundo de los muertos preferiría ir mañana al super hay muchas cosas bonitas ahí como ese dinosaurio enorme con monitos trepados encima o esa espada que lanza rayos y hace ruidos no se escucha nada quizás la momia ya se fue o quizás se la comió el lobo o el lagarto o quizás todos acaben comiéndose unos a otros y me dejen en paz todo huele rico en el super el pan sobre todo las conchas los cuernitos las donas con chocolate encima y además ahí no te hacen poner la mano en el yeso aunque no quieras odio el yeso todo blanco todo pegajoso no me gusta tener las manos pegajosas por eso no quiero ir a la escuela prefiero ir al super con mi mamá ahí nadie te obliga a hacer nada y hay cosas bonitas pediré ese dinosaurio para navidad si que padre además podría ponerlo a combatir con el lagarto que pasa en las noches por el techo de la sala miro otra vez el reloj apenas cuatro y media falta mucho para que salga el sol tengo menos miedo quizás debería dormirme odio dormirme las cosas malas siempre pasan en la noche por eso no me gusta la oscuridad tampoco me gusta la escuela no soporto a la maestra esa vieja bruja quiere que todos le den besitos y que la quieran y si no te agarra odio mucho odio tengo ganas de ir al baño pero no quiero pararme me da miedo esa maestra una vez me castigó me envió con los de Maternal a recortar figuritas y dibujar monigotes me sentí ridículo maldita vieja voy a vengarme un día quiero ir al baño pero me da mucho miedo ese espejo tan grande tan horrible me da la sensación de que en cualquier momento algo espantoso va a salir de él no se la cara de un fantasma o un tipo todo quemado que me quiera jalar adentro del espejo por eso no me paro al baño aunque me esté haciendo pipí saco la cabeza de las cobijas miro el reloj son las cinco ya falta menos para que salga el sol pero también falta poco para que venga mi mamá y me diga que es hora de levantarme odio la noche odio la escuela no se cual odio más de las dos…

lunes, 1 de octubre de 2012

HUICHILOBOS Y EL CAPITÁN

Después de consumar su hazaña, el Capitán descansaba a las orillas de la inmensa laguna que se abría ante sus ojos. De pronto escuchó que se acercaba un colibrí. Con gran sorpresa y espanto lo vio transformarse en un hombre con la piel teñida de azul. - ¡Aléjate, demonio infernal! - No soy un demonio.-respondió el extraño recién llegado. - ¿Entonces que eres? - Un dios. El Capitán dejó escapar de su boca una carcajada. -¡Dios sólo hay uno, y con seguridad no sois vos! - Te equivocas, no hay uno, sino muchos. - ¡Oh mil veces maldito! ¡Ya se quien sois! ¡Huichilobos, el más sanguinario de todos los diablos que habitan este país! - ¡Tú destruiste mi ciudad y aniquilaste a mi pueblo! - ¡Todo sea por la Fe! ¡El verdadero Dios no exige sacrificios humanos! - ¡Mentira! Ese Dios del que hablas exige más sangre que todas las otras deidades juntas. - ¡Blasfemia! Huichilobos dirigió su brazo extendido hacia un islote que se alzaba en el centro del lago. - ¿Puedes ver los cuerpos pudriéndose entre los muros de la ciudad arrasada? ¿Alcanzas a observar a los pocos sobrevivientes muriendo de pestes y viruela? El Capitán dirigió un rápido vistazo al lago y enseguida devolvió su mirada a su interlocutor. - Es su justo castigo por negarse a abandonar la idolatría, por no aceptar como su soberano a nuestro magnánimo rey. - Yo, así como otros entes celestes, exijo la sangre de cautivos de guerra, de una que otra hermosa doncella. Pero tu Dios exige la muerte de civilizaciones completas. - ¡No blasfemes más, mi Dios y mi Rey sabrán recompensar mis valerosas acciones! Huichilobos rió. - Ten la seguridad que no será así. El Capitán desenfundó su espada y atacó a su adversario, pero Huichilobos, antes de ser tocado por el filo del arma, se desvaneció.

lunes, 24 de septiembre de 2012

El PROMETEO AZTECA

Prometeo era un titán, hijo de Jápeto y la oceánide Clímene, el cual, usando su astucia, le robó el fuego a los dioses olímpicos para entregárselo a los hombres, quienes carecían del vital elemento. Por haberse atrevido a tal osadía, Zeus mandó encadenar a Prometeo en el Cáucaso, y después envió un águila para que cada día le devorara el hígado. Siendo el Titán un ser inmortal, el órgano volvía a crecerle cada noche, y a cada nuevo amanecer, el ave volvía a comérselo. Convirtiéndose esto en una tortura eterna para el desdichado. Muchos miles de kilómetros al sureste del Cáucaso, más allá de la India, del Archipiélago de la Sonda y de Nueva Guinea, se localiza Australia, un país por demás singular en el cual son cosa común los seres más insólitos: el canguro, el koala, el wombat y el cuscús. Todos estos animales cuentan con la particularidad de que sus hembras poseen en sus vientres una bolsa -llamada por los científicos marsupio-, en la cual dan resguardo a sus crías cuando son pequeñas y no están en condiciones de defenderse a sí mismas. Esta clase de mamíferos no es, sin embargo, exclusiva de Australia, pues llegan a encontrarse también en otro continente de fauna exótica: América. Fue en la América media, donde floreció, hasta 1521, la civilización azteca, la cual, además de construir colosales templos en los cuales realizaban sacrificios sangrientos, también dejó a la posteridad muchos memorables mitos. Hay, entre estos uno muy similar al de Prometeo. Resulta que las deidades aztecas eran igual de egoístas que las griegas y no querían el fuego sino para sí. Tuvo que aparecer un héroe que le entregara el fuego a los hombres. Para los antiguos mexicanos, éste individuo no fue un Titán, ni siquiera un hombre, sino un animalejo de hocico alargado y cola peluda llamado tlacuátl, el cual sin temer el riesgo, se introdujo -mediante embustes- en la casa donde los dioses ocultaban la llama sagrada y, usando su cola, la robó con el fin de entregársela a los pobres mortales que morían de frío por las noches. Al igual que Prometeo, el tlacuátl sufrió daño a causa de su audacia, pues el fuego le quemó la cola y se la dejó sin pelo alguno y, cómo si fuera una especie de pecado original, ésta característica se extendió a todos sus descendientes. Hoy en día, el tlacuátl es conocido como zarigüeya o tlacuache y, además de su cola pelona, tiene otra característica particular, la hembra lleva a sus crías en un

jueves, 20 de septiembre de 2012

HUYENDO DEL PARAÍSO

Antes de que el primer rastro de sol se vislumbrara en el horizonte, Isabella abandonó la suntuosa habitación en la cual estaba hospedada desde hace ocho días. Después de cerrar la puerta cautelosamente, echó un último vistazo a su bolsa de mano, para ver si todo lo necesario -pasaporte, boletos de avión, dinero- se encontraba ahí, y enseguida caminó por el pasillo hasta llegar al elevador. Mientras descendía los veintitrés pisos, miraba a través del cristal los numerosos cuartos de luces apagadas y puertas silenciosas, y pensaba en el contraste entre la idílica belleza del lugar y el horror que aquellos días habían significado para ella. Cuando la puerta se abrió, Isabella cruzó velozmente el lobby, y tanta era su prisa que ni siquiera se dio tiempo para contestar el saludo del recepcionista soñoliento. Al salir a la calle, la presencia de un tono rosado en el horizonte le advirtió de la cercanía del amanecer. Los latidos de su corazón se aceleraron. Había un largo trayecto hasta la avenida principal, por lo que todavía tendría que caminar bastante antes de encontrar un taxi. A su alrededor, los comercios y cafés comenzaban a tomar forma, al dar los primeros rayos de sol contra sus escaparates. Aún no había logrado salvar ni siquiera la mitad de la distancia que la separaba de la avenida principal cuando comenzó a surgir en su mente el pensamiento de que ya para entonces la seguían. Se sentó bajo el follaje de una enorme ceiba para recuperar el aliento, sacó de su bolso una botellita de agua y prosiguió en su camino. Al ver a dos personas que avanzaban hacia ella, se estremeció, pero al confirmar que sólo se trataba de un par de borrachos trasnochados, le regresó la tranquilidad. Ya el calor había aumentado considerablemente y la oscuridad se había replegado a los rincones cuando alcanzó la avenida principal. Sin pérdida de tiempo, detuvo un taxi. - Al aeropuerto.- dijo Isabella con una voz tan áspera como si hubiera tragado un montón de tierra. El conductor asintió y el vehículo comenzó a rodar. Las calles de la pequeña ciudad poco a poco iban llenándose de trabajadores, deportistas y muchachas paseando sus perros. Por más que lo intentaba, no podía alejar de ella la obsesiva idea de que para entonces, a causa de un error suyo o por obra de la fatalidad, ya había sido descubierta. Vendrían tras ella, de eso no cabía duda. Al ver que el taxi dejaba atrás las calles y enfilaba hacia la carretera bordeada de relucientes palmas, la opresión en su pecho disminuyó. Entonces, desfilaron por su mente sus ilusiones y esperanzas, las cuales se hicieron añicos como un cisne de cristal apenas sus pies tocaron suelo caribeño. Revivió las humillaciones y las infamias que hicieron de su estancia en el paraíso una pesadilla atroz. Ya faltaba menos, quizás veinte minutos, para alcanzar el aeropuerto, sin embargo, no se sentiría segura hasta estar a bordo del avión. Al escuchar el ulular de una patrulla cada vez más cerca, Isabella casi perdió el conocimiento, pero pronto se recuperó, al constatar que los destellos roji-azules que lanzaba la sirena no iban dirigidos hacia ella, sino a un hombre que conducía a exceso de velocidad. Los anuncios espectaculares invitando a recorrer los atractivos turísticos del área le advirtieron de la cercanía de la torre de control, la cual pronto apareció ante el taxi, escoltada por frondosas matas de vegetación salvaje. Al llegar a la puerta que correspondía a su aerolínea, Isabella pagó al conductor y bajó del coche. Una vez en el interior del edificio, procedió a documentar. Al llegar su turno, el pasaporte resbaló, pero sin demora lo alzo del suelo y el incidente pasó desapercibido. Llegó al área de revisión, y aunque un perceptible temblor se apreciaba en sus manos, logró cruzar sin contratiempos. Ya en la sala de espera, se sintió un poco más tranquila y, viendo que faltaba todavía cerca de media hora para que saliera su vuelo, decidió ir por un café. Apenas probó un tragó, sintió que su estómago se retorcía, por lo que se levantó de la mesa y volvió a la sala de espera, donde su mirada permaneció fija largo rato en el reloj. En cualquier momento llamarían a subir al avión. - Pasajeros con destino a ….. favor de abordar. Al escuchar la voz, Isabella se incorporó de su asiento y se formó en la fila. Sólo había una señora con sus dos hijos y un par de ancianos delante de ella, no tardaría mucho en alcanzar la aeronave. Se perdería en el mundo y nadie la encontraría jamás. Pasó la madre con sus dos críos, pasó el matrimonio de ancianos. Era su turno. Una mujer de cabello corto y ojos enmarcados en gruesas gafas le pidió su pase de abordar, el cual entregó sin demora. El estridente timbre del teléfono sobre el mostrador resonó en la estancia. La encargada no pronunció más que unas pocas palabras: “Sí señor, entendido.” Dos gendarmes hicieron acto de presencia en la sala. Isabella ni siquiera tuvo ánimos de defenderse. Se la llevaron.

martes, 26 de abril de 2011

¿TE ACUERDAS?


¿Te acuerdas?
- ¿De qué?
-Cuándo nos conocimos
- Evidentemente no, fue hace tanto tiempo,
- Tienes razón.
- Desde el principio te quise.
- Sí, lo se.
- ¿Y mira ahora, cómo estamos?
- Distantes, como el cielo y el mar.
- Yo estoy solo y tú…
- Casada, felizmente casada.
-Eso dices.
- Porque así es.
- No estoy tan seguro.
- No empieces.
- Bueno, dejémoslo así, no quiero meterme en problemas.
- Me parece bien.
- Jugábamos al doctor… me gustaba tocar tus piernas.
- Mejor hablemos de otra cosa.
- Mis amigos querían que todo el día jugara futbol.
-Y eso hacías.
- Pero yo sólo deseaba estar contigo.
- Nunca me lo dijiste.
-Es verdad, ¿pero lo sabías no?
- Sí, tus ojos me lo contaron muchas veces.
- Y esa noche, junto a la playa, ¿Te acuerdas como bailamos?
- Muy cerca.
- La pasé muy bien.
- Te hubieras aprovechado más.
- Tenías novio, ¿Esteban, se llamaba Esteban?
- Eso no importa, era un imbécil.
- Sí, lo sabía.
- ¿Y aún así, no te aprovechaste de las circunstancias?
- Ahora lo lamento.
- Pero no fue tu única oportunidad.
- Cortaste con ese idiota.
- Sí.
- Empezamos a salir.
- Me acuerdo.
- ¡Ah, muy bien! Pensé que lo habrías olvidado.
-Todavía no.
- Fuimos al cine, al boliche, al parque…
- ¡Tuviste tantas oportunidades para besarme!
- Pero siempre estaba tu hermana.
- ¿Mi hermana, que importaba mi hermana?
- Nos pudo haber visto, le hubiera dicho a tu mamá.
- ¿Y eso que?
- No se, simplemente no me gustaba la idea de que lo supiera.
-¡No seas ridículo!
- Poco después lo conociste…
- Sí, en la tienda de ropa.
- Y lo nuestro se fue al basurero
- ¡Me harte de tu indecisión!
- Pudiste esperarme…
- No me equivoqué. He sido feliz, muy feliz.
- No es cierto.
- Claro que sí.
- No estoy tan seguro de eso.
- No empieces otra vez.
- Esta bien, me callo.
- Continúa.
- Ni siquiera contestabas el teléfono.
- Estaba muy ocupada.
- En dos años, apenas si te ví.
- Disfrutaba de la vida.
- Cambiaste mucho.
- Era muy ingenua, aprendí tanto con él.
- Después otra vez me buscaste…
- Necesitaba un amigo.
- Sabes que nunca podré mirarte con otros ojos.
- Pensé que podrías.
- Lo intenté, te juro que lo intente.
- De haberlo sabido, no te habría invitado.
- Ya estoy aquí.
- Pues sí, que se le va a hacer.
- Y él no está.
- ¿Me estás proponiendo algo?
- Qué aprovechemos la luna, la soledad.
- Es demasiado tarde.
- ¿De verdad?
- Sí, ya te lo dije… soy una mujer casada.
- Pero no eres feliz.
- Yo…
- No finjas, ¡Bésame!
- Él no tiene por qué enterarse, ¿verdad?
- ¡Claro que no!

FIN

jueves, 31 de marzo de 2011

NO TENDRÁS TIEMPO

Acaba la película, la tomas de la mano y juntos caminan hacia el sitio de taxis afuera del cine, pides uno. - A la calle Magnolias, Número 33. Estas nervioso, presientes que hoy no es un día como otros, es especial. Ella parece un poco distraída, tu no encuentras las palabras exactas que quieres decir. Finalmente rompes el silencio. - ¿Te gustó la película? - Más o menos, como que estaba medio rara ¿no? Te haces hacia atrás un mechón de pelo que cae sobre tu frente, suspiras, respondes. - Pues a mi me gustó todo, menos el final. Debieron haberse quedado juntos. -Sí, estaba mejor así. Miras por la ventana del taxi, no hay mucho tráfico, ya casi llegas a su casa. Sabes que se te acaba el tiempo, estás nervioso, intentas esconderlo. - Aquí está bien. Abres la puerta, le ayudas a bajar, vas a pagarle al taxista cuando ella te toma suavemente del brazo. - Ya es tarde, Gerardo, mejor vete en este mismo taxi, yo ya estoy bien cerquita de mi casa. - No, ¿Como crees? al rato me subo a otro. Te llevo hasta la puerta. Pagas, el taxista se va. En el camino le platicas de cualquier cosa, ella también está nerviosa, puedes sentirlo. - ¿Y que vas a hacer mañana? - Tengo un buen de tarea, no creo que pueda salir. - ¿Y el viernes? - Pues no se, ¿y tu? - ¿No quieres ir al boliche? -Va, me late Pasan la reja, cruzan el patio y llegan a la casa, ella saca su llave. - Bueno ya me voy, nos vemos el viernes. Antes de que abra la puerta, la tomas de la barbilla. - Espera. Lentamente te acercas a sus labios rosados. La besas larga, profundamente. Ella responde a tu beso. - Me gustas mucho.- le dices. Quieres volver a besarla, ella se aleja un poco. - Ya me voy, puede llegar mi hermano. Antes de cerrar la puerta te dirige una sonrisa. - ¡Bye! - ¡Hasta el viernes! Das media vuelta, cruzas el patio, cierras la reja y sales a la calle. Tu cabeza está muy lejos, perdida aún en el eterno instante que duró aquel beso. Avanzas sobre la calle oscura y silenciosa como una tumba. No se ve una sola alma. Piensas caminar hasta la esquina, allí, de seguro, encontrarás un taxi. - ¡Al fin la besé!- te dices a ti mismo, felicitándote de tu audaz decisión. Ahora caminas al lado del parque, un triste farol ilumina tus pasos. El viento frío golpea tu cara, subes el cierre de tu chamarra hasta el cuello. Sigues caminando, piensas en todas esas veces que dudaste, en todo el tiempo que no te atreviste a mostrarle a ella lo que realmente significaba para ti. Pero ahora eso ya no importa, el próximo viernes le llevarás una rosa y le harás finalmente la pregunta que estruja tu alma y tu corazón. - “¿Quieres ser mi novia?” Perdido en tus cavilaciones estás, cuando escuchas acercarse unos pasos sigilosos. Antes de que puedas darte la vuelta sientes como una mano se aferra tu hombro. Volteas y ves detrás de tí a un tipo alto, muy flaco, desaliñado, de rostro moreno y ojos inyectados. - ¡Dame todo lo que traigas, cabrón! Logras desasirte de su brazo y empiezas a correr con toda la fuerza que tus piernas te brindan, estás por alcanzar el final de la calle cuando otro individuo, casi idéntico al anterior sale a cortarte el paso. - ¡Ahora sí, ya valiste pendejo! Ves algo brillante quebrar la oscuridad, un dolor inmenso te desgarra las entrañas, sientes como te despojan de tu chamarra, tu cartera y tu teléfono, ya nada importa, lo sabes muy bien, no tendrás tiempo de besarla otra vez. FIN

lunes, 28 de febrero de 2011

La Luna sobre el Castillo

Estaban charlando frente a dos tazas vacías de café y un plato con restos de pastel de zarzamora. Federico era alto, delgado, pálido, de vivos ojos azules y algo de melancólico en el semblante. Diana era pequeña, muy delgada, de cabello castaño y lacio , grandes ojos almendrados y un dejo de inocencia en su rostro. Su plática se interrumpió cuando ella miró el reloj.
- ¡Dios mío, son las once!
-¿Ah caray, tan tarde?
- Me gustaría seguir platicando, pero ya es hora de irme a mi casa.
- Ahorita pido la cuenta y nos vamos.
-Va.
Federico pagó y poco después ambos salían, caminando uno muy cerca del otro hacia las calles empedradas que conducían a la parada del camión.
- Once y cuarto mi mamá me va a matar.
Federico permaneció pensativo unos instantes, al final de los cuales exclamó:
- Conozco un atajo, si nos vamos por ahí llegaremos antes, y no es tan tarde, todavía va a haber gente en la calle.
- Pues vamos.
La noche avanzaba, Diana y Federico seguían caminando entre oscuras callejuelas y viejos caserones sin llegar a su destino. Un relámpago rasgó el cielo, presagiando tormenta.
- ¿No que sabías como llegar?- preguntó Diana, bastante molesta.
- Yo pensaba eso, debí de darme vuelta en una calle equivocada.
- ¡Siempre te pasa lo mismo!
Federico reflexionaba sobre cómo salir de aquel trance, Diana miraba asustada en todas direcciones.
- Y ni a quien preguntarle, esto está bien solo.
- Creo que conozco ese edificio.- anunció el muchacho, mirando hacia el final de aquella calle y de inmediato hecho a correr.
- Ey, espérame.- dijo Diana tomándolo de la mano.
Así, ambos avanzaron hasta llegar al edificio que había creído reconocer Federico. Se trataba de una tienda de antigüedades. En aquel instante, una pertinaz lluvia se dejó caer.
- ¿Y ahora qué?- preguntó Diana, tiritando de frío y espanto.
Federico, sin saber qué hacer, se recostó sobre la puerta de la tienda, ésta cedió.
- ¡Ah caray, está abierta! ¿Entramos?
La lluvia les mojaba la cara y los pies.
- No creo que sea la mejor idea…
- ¡Vamos!- exclamó Federico, jalando a Diana del brazo.
Entraron a la tienda, en su interior había grandes candiles de bronce, sombríos relojes de largos péndulos, colosales estatuas de héroes griegos, delicadas figuras de porcelana china y otras tantas curiosidades más, pero ninguna llamó su atención, salvo una tela blanca al fondo de la sala, la cual cubría un cuadro colgado en la pared.
- ¿Qué es esto?
Federico descorrió la tela.
-¡Órale!
En aquella pintura se dibujaba un imponente castillo asentado sobre un promontorio al cual rodeaba un lago de aguas grises, iluminado por la mortecina luz de una luna rojo sangre, a la cual rondaban nubes negras. Aquí y allá aparecían, volando sobre el cielo, posadas sobre las alturas de la torre de la fortaleza, criaturas de cuerpo rechoncho y grandes alas de vampiro.
- “La Luna sobre el Castillo” - leyó Federico unas pequeñas letras ubicadas en el extremo inferior de la pintura-, debe ser el título del cuadro.
- ¡Ya vámonos, Federico! ¡Prefiero mojarme que seguir aquí!
- Sí, creo que mejor…- decía Federico, cuando todos los relojes de la tienda comenzaron a retumbar. Era medianoche.
Aturdidos, los jóvenes distrajeron su atención. En ese momento, mientras se hallaban de espaldas al cuadro, unas garras emergieron de éste y sujetaron a Diana por los brazos, empujándola hacia el interior de la pintura.
-¡No!- gritó Federico incrédulo de lo que sus ojos habían visto y, sin meditarlo un sólo instante se sumergió dentro del paisaje dibujado sobre la tela. Los relojes dejaron de sonar.
*****
Fue cómo si se hubiera bañado en alquitrán, Federico se retiro con el antebrazo las viscosas gotas negras que caían sobre su frente. Hizo a un lado su chamarra y sus zapatos, los cuales chorreaban aquel líquido putrefacto,
- ¡Qué asco!
Un grito lo hizo voltear hacia arriba.
- ¡Diana!
Una criatura, similar a una gárgola, sostenía con las garras en que culminaban sus pies a la joven, la cual, mientras era transportada por un cielo tan negro como un pozo de brea, no cesaba de gritar.
- ¡No te desesperes Diana, ya voy!
Federico miró hacia el horizonte, frente a él se hallaba un bosque formado por árboles de ramas desnudas, más allá, el lago gris, y sobre un peñasco ubicado en el centro de éste, el castillo que antes había visto en la pintura.
La criatura, con la joven en sus garras, se dirigía hacia allá. Sin pérdida de tiempo, Federico tomó una piedra y corrió en su persecución.
El muchacho arrojó la roca hacia la gárgola, pero no alcanzó a golpearla, ésta dejó escapar de su boca una risa siniestra.
- ¡Maldita sea!
Sin pérdida de tiempo, Federico tomó del suelo un tronco y lo lanzó contra la gárgola, golpeándola, esta vez sí, justo en la nuca.
Víctima del golpe, la criatura liberó a Diana quien, en medio de desesperados gritos, se precipitaba hacia la tierra.
Federico había extendido sus brazos hacia adelante con el fin de atrapar a la joven, cuando una nueva criatura apareció, muy parecida a la anterior, solo que mucho más grande, la cual capturó con sus garras a la joven y se la llevó volando hacia el castillo.
Tras tomar otra piedra, el muchacho se dispuso a perseguir a la criatura, pero entonces, sintió cómo una mano de largos y ásperos dedos, se aferraba a su hombro izquierdo.
-¿Y ahora que?
Se trataba de un hombre árbol, quien con una de sus ramas convertida en mano, sujetaba a Federico, impidiéndole avanzar.
- ¡Carajo!
Federico, dando un fuerte tirón, logró librarse del ente vegetal y de inmediato echo a correr, no obstante, no pudo avanzar mucho, pues pronto se vio rodeado de una multitud de árboles caminantes, provistos no solo de pies y manos, sino también de ojos narices y bocas.
Las criaturas se abalanzaron sobre Federico, arañándolo y golpeándolo con sus brazos de madera, el joven, pese a sus intentos por defenderse, simplemente no podía contra sus enemigos. Federico fue impactado una y otra vez, hasta que finalmente quedo tendido sobre el suelo.
Los entes de madera se preparaban para darle fin, cuando de pronto, el sonido provocado por un aleteo les hizo huir en desbandada. Antes de perder el conocimiento, Federico miró hacia arriba y, entonces, pudo observar cómo llegaba hasta él un cuervo gigantesco que lo tomaba entre sus garras.
*****
“Diana…, lo prometo… te voy a salvar…” , fueron las palabras que profirió Federico, antes de despertar sobresaltado y sin saber donde estaba.
Al ver que todas sus heridas habían desaparecido, por un instante pensó que todos los hechos pasados no eran sino producto de una pesadilla, mas su ilusión se desvaneció, cuando ante sí apareció la figura de un cuervo tan grande cómo una avioneta.
- ¡Bienvenido a mi hogar!- dijo el ave con una voz pausada y gruesa.
- ¿Tu…, hablas?- preguntó Federico lleno de miedo y asombro.
- ¿Por qué no habría de hacerlo?
Federico se levantó del montón de hojas secas en que estaba recostado y miró a su alrededor, estaba en el interior de una casa redonda, con muros de barro entremezclado con ramas. Sobre las paredes había varios estantes llenos de libros, pócimas y amuletos.
-¿Quién eres? ¿Dónde estoy?
- Yo soy Krewek y ésta es mi casa.
- Ahora lo recuerdo, ¡tu fuiste quien me rescató de esos hombres de madera que me atacaron!
- Así es.
- Y supongo que tu también curaste mis heridas, ¿No es así?
El ave, moviendo su cabeza de arriba abajo, asintió.
- Muchas gracias.
- No me lo agradezcas a mí, sino al Bálsamo de Foryenkor.- dijo el cuervo, señalando con la punta de una de sus alas hacia un rincón de la habitación, en el que descansaba una botella cerrada con un corcho, la cual estaba llena de un líquido rosado.
Federico dirigió sus pasos hacia una obertura de la cual brotaba una luz roja.
- Tengo que irme, debo ir por Diana.
- Supongo que estás hablando de la joven secuestrada por Radu, “El Conquistador“. ¡Oh cielos, espero que no la hayas perdido para siempre!
Sus ojos se ensombrecieron y enseguida, en voz baja, añadió: “Como me sucedió a mí”.
- Bueno ¿Y quién es ese tal Radu?
- Es el Rey de los Noctámbulos, ejerce su dominio sobre todo el País de las Sombras.
Federico siguió caminando.
- Bien, no le tengo miedo.
- Espera - exclamó Krewek-, si quieres vencerlo, necesitarás de mi ayuda.
- ¿Qué dices?
- Radu es muy poderoso, no te será fácil derrotarlo, pero yo puedo darte lo que necesitas para hacer tu victoria posible.
Federico dirigió sus ojos al ave.
-¿Y que es lo que necesito?
El cuervo buscó largo rato entre los muchos objetos que decoraban su casa hasta encontrar una pequeña piedra azulada que entregó a su huésped.
- Toma esto, es una “piedra de luz“, los noctámbulos no resisten su brillo.
El joven la guardó en uno de sus bolsillos.
- Bien, gracias. Me voy, no puedo…
-Espera, no seas impaciente, esa “piedra de luz” no te será suficiente para acabar con Radu.
El cuervo siguió buscando entre los artefactos que llenaban su hogar, hasta encontrar una larga espada con empuñadura de oro.
- Esta es la Espada de Tendriel, es la única arma capaz de dar muerte al temible Radu.
El ave, utilizando su pico, se la dio a Federico.
- Uy, cómo que pesa un poco ¿no?- dijo el joven, que apenas si podía sostener la espada.
- Levántala con tus dos manos, así. Creo que te harán falta unas lecciones.
Avanzaron los días y, bajo la guía de Krewek, Federico alcanzó un notable manejo del arma. Cuando el joven sintió que su entrenamiento había finalizado, anunció:
- Muchas gracias por todo, ahora sí, ya me voy…
- Tranquilo, no desesperes…, nunca podrás cruzar el Lago de la Desolación y alcanzar el Castillo Negro sólo con tus pies, ingiere esto.- dijo el cuervo entregándole a Federico una pastilla con forma de pájaro.
El muchacho, no sin ciertas dudas, tomó la tableta y la deglutió.
- ¿Bueno y…?
Entonces, un dolor insoportable atacó la espalda de Federico, quien agobiado por la desesperación se arrojó de rodillas sobre el suelo. Inmediatamente después, un par de alas negras, muy similares a las de Krewek brotaron a ambos lados de su espina dorsal.
- ¡Ahora sí, estás listo para dar batalla al siniestro Radu!
*****
Con sus recién adquiridas alas, Federico voló a gran velocidad sobre los árboles caminantes, quienes por más intentos que realizaron, no pudieron alcanzarlo con sus manos llenas de astillas.
El muchacho avanzaba sobre el Lago de la Desolación, cuando de sus aguas emergió una serpiente gigantesca, con las fauces repletas de colmillos.
El reptil atacó una y otra vez al joven, pero éste, con ágiles movimientos, consiguió escapar una y otra vez.
- ¡Ya me cansé de esto!- exclamó Federico y, empuñando la Espada de Tendriel, se lanzó sobre el monstruo, dándole un golpe tan fuerte que le abrió la cabeza por la mitad.
En medio de alaridos, la sierpe se hundió en las aguas del Lago de la Desolación.
Federico ya estaba muy cerca del Castillo Negro cuando una horda de entes alados, similares a grandes y gordos murciélagos con las fauces desbordantes de sangre se abalanzó sobre él.
Federico sacó de su bolsillo la “piedra de luz“, en ese momento, la gema brilló en toda su intensidad, encegueciendo a los noctámbulos, quienes de inmediato retrocedieron.
Ya sin obstáculos, el joven entró al Castillo Negro, a través de la ventana de una de sus torres.
Federico plegó sus alas y se puso a caminar sobre una larga escalera de caracol, franqueada por esqueletos de diversos tamaños y formas, los cuales estaban encadenados a las paredes.
Finalmente, el joven llegó a un salón umbroso. A través de las ventanas entraba la luz de la luna, la cual resultaba ser la única fuente de iluminación de aquel recinto.
En el fondo del salón se apreciaba un trono y sobre él, una oscura figura, la cual, al levantarse poco después, fue iluminada de lleno por la luz del astro selenita, mostrando un individuo muy alto y fornido, de piel cenicienta, ojos inyectados de sangre, largo cabello negro que caía sobre su espalda y enormes orejas, puntiagudas como las de los duendes.
- ¡Radu!
- Así que has logrado llegar hasta aquí, no pensé que pudieras hacerlo, veo que has recibido la ayuda del traidor de Krewek.
- ¡Entrégame a Diana!
- ¡Eso nunca!- exclamó Radu, haciendo brotar de su espalda dos inmensas alas membranosas.
Entonces comenzó la batalla. Ambos volaban de lado a lado del recinto, empuñando sus respectivas espadas, las cuales chocaron muchas veces con un gran estrépito sin que ninguno de los dos pudiera dar al otro el golpe decisivo.
Decidido a rescatar a Diana, Federico se lanzó furiosamente contra Radu.
- ¡Muere, malvado!
Sin embargo, éste logro evadir el golpe y en respuesta dejó ir su espada sobre Federico, rozándole la mejilla.
Aquello no hizo sino incrementar la furia del joven y, sin pensarlo un instante, atacó con su espada a Radu, cortándole de tajo una de sus alas.
- ¡No!
El Rey de los Noctámbulos cayó sobre el piso de mármol negro, Federico se abalanzó hacia él y colocó el filo de su espada sobre su garganta.
-¡Libera a Diana!
-¡Nunca!
Federico se disponía a dar el golpe final a Radu, cuando una aguda voz dejó escapar un grito.
-¡Espera, Federico! ¡No lo hagas!
Iluminada por un candelabro que sostenía en sus manos, apareció Diana, vestida con un largo vestido negro. Su cabello caía suelto sobre su espalda, en sus ojos brillaba un extraño fulgor.
-¡Diana!- exclamó Federico y de inmediato corrió hacia ella.
La joven se resistió a su abrazo.
- Espera…
- ¿Eh?
No pienso volver…- dijo Diana, mientras dejaba el candelabro que portaba sobre una pequeña mesa.
-¿Qué dices?
Federico la miró azorado.
- Me quedaré en este castillo, aquí es mi lugar.
- Pero Diana… ¿Y tu mamá, tu escuela?
- Ya está decidido
- Federico tomó las manos de la muchacha.
- ¿Y lo nuestro?
En cuanto pudo, la joven se soltó.
- Olvídate de eso, ya pasó.
- Pero yo creí que…
-Ya te dije, olvídalo.
La muchacha avanzó hacia Radu, quien apenas se había reincorporado. Un charco de sangre manchaba el suelo.
- ¿Te ha hecho mucho daño ese malvado?
No te preocupes, preciosa, mi ala se curará en pocos días.
- Ven, amorcito, te voy a consentir.
Muy pronto, ambos se desvanecieron en la penumbra. Federico permaneció ahí, de pie en la sala, sin saber qué hacer ni a dónde ir. La luna roja lo iluminaba con sus rayos. Entonces, dejó caer su espada contra el piso, se cubrió la cara con las manos y empezó a llorar. Sus sollozos cubrieron toda la comarca. Arriba, en la torre, Diana, en compañía de Radu, disfrutaba de una noche feliz.
FIN